El Palacio de Cristal y La Reina Blanca (I y II)
Hace unos nueve años que posteé en este blog el relato que podéis leer a continuación. Como veréis, es un relato con final abierto. Y no por elección propia, sino porque en aquella época no podía ser de otra forma. Pero ahora, después de 9 años, por fin puedo terminarlo. Podéis leer la conclusión tras el relato original.
De niño alguien me contó una leyenda que hablaba de la existencia, en un lugar remoto y desconocido, de un gran palacio de cristal. Crecí oyendo a todo el mundo hablar de ese palacio. Decían que sus torres facetadas se alzan hacia el cielo, como grandes espejos cónicos, buscando los rayos del sol, que salen despedidos en todas direcciones. Contaban que, por la noche, a la luz de la luna, el palacio parece hecho de plata. Que sus estancias de cristal no son frías, como podría pensarse, sino cálidas y acogedoras y que, una vez en su interior, nadie siente deseos de abandonarlo, pues la Reina Blanca, dueña y Señora del palacio, da cobijo en él a todo viajero que llegue hasta sus puertas, sin distinción de sexo, raza o credo.
“¿Una reina?”, pregunté. “Una hermosa dama vestida de blanco que se sienta en el Trono de Cristal”, me respondió. “¿Y está sola?”. “No. Unos ya la han encontrado. Y otros aún buscan el palacio para llegar hasta ella”. “¿Todo el mundo la busca?”. “Sí, todo el mundo”. “Pues yo no quiero buscarla. No la necesito”. “Ah, pequeño, pero algún día la necesitarás. Y partirás en su busca”. “Bueno…", dije, sin estar muy convencido. “¿Y quién construyó el palacio?”. “Nosotros, los Hombres. Pero no con nuestras manos”. “Pero si ya hay alguien que lo ha encontrado, ¿por qué no cuenta a los demás dónde está el palacio?”. “Porque el Palacio de Cristal no siempre está en el mismo lugar. Depende de quién lo busque”. “No lo entiendo”. Sonrió. “No te preocupes. Ya lo entenderás”.
Durante años no hice mucho caso de la leyenda, aunque a mi alrededor la gente no dejaba de hablar de ella. Sin embargo, un día sentí una sensación de vacío en mi interior y, por más que intenté acallarla, no pude. Me sentí raro, pues era la primera vez que no podía silenciar mi voz interior. Por fin, tras mucho pensar, me di cuenta de lo que me pasaba: me sentía solo. Y entonces comprendí el significado de las respuestas que me habían sido dadas años atrás. Y también supe cuál era el único remedio para mi mal: la Reina Blanca. Debía partir en busca del Palacio de Cristal.
Inicié la búsqueda pertrechado tan solo con lo imprescindible para el viaje. Debía ir ligero de equipaje, pues desconocía dónde se hallaba el palacio y, por lo tanto, la duración de mi aventura. Caminé por verdes y fértiles valles. Crucé ríos anchos como mares. Subí montañas tan altas que las nubes eran su única compañía.
He conocido a mucha gente en mi búsqueda. “¿Hacia dónde te diriges, extranjero?”. “Voy en busca del Palacio de Cristal y de la Reina Blanca”. Tras escucharme, algunos me decían que estaba loco. Que iba en pos de una quimera. Que el palacio y la reina no existían y que no perdiera el tiempo buscando imposibles. Querían que me conformara con falsas reinas sentadas en tronos de barro. No les hice caso y continué mi camino. Sin embargo, aquéllos que ya habían encontrado el Palacio de Cristal y la Reina Blanca me animaban a continuar con mi búsqueda. “¿Cómo es ella?”. “Cualquier descripción se quedaría corta. Pero te diré que es realmente hermosa.”. Y yo reanudaba mi camino con renovadas fuerzas. De vez en cuando me encontraba con otros viajeros que, como yo, iban en busca del Palacio de Cristal. Intercambiábamos relatos de nuestras aventuras, anécdotas y esperanzas antes de que cada uno siguiera su camino, no sin antes desearnos suerte.
Debo decir que alguna vez creí alcanzada mi meta. Divisaba el palacio a lo lejos, majestuoso, refulgiendo al sol. Y yo sentía que mi búsqueda había llegado a su fin. Pero cuando me acercaba a él y lo tocaba, el cristal se volvía barro y el palacio se desmoronaba ante mis ojos convirtiéndose en polvo. El dolor era profundo, hasta tal punto que más de una vez consideré la opción de abandonar la búsqueda. Pero acababa sacando fuerzas de flaqueza y proseguía mi camino.
Aunque hace ya tiempo que recorro los caminos con la mirada siempre fija en el horizonte, esta es una historia que aún no tiene un final. Todavía no he encontrado el Palacio de Cristal ni la Reina Blanca sentada en su Trono. Pero sé que existen en algún lugar. Y no me rendiré. El viaje continúa…
Hellcat
Barcelona
13 de abril de 2004
Hasta aquí, la primera parte. Ahora, la conclusión.
¿Fuera de lugar? ¿Extraño? La verdad es que no sé qué expresión era la más adecuada para definir cómo me sentía. Por decirlo de alguna forma, aún sin saber el qué, ni el cómo, ni el dónde… intuía que algo no cuadraba en mi vida. De casa al trabajo, del trabajo a casa, salir de fiesta… supongo que esto es lo que todo el mundo llama “vida normal”. Pero para mí no lo era. Me faltaba algo. Algo que mi mente no podía ni siquiera sintetizar como un pensamiento. Pero de vez en cuando soñaba. Nunca le hablé a nadie de mis sueños. En ellos, yo no era yo, sino otra persona. Tenía una misión. Buscaba algo. Necesitaba encontrarlo. Pero cuando despertaba, la ilusión se había ido. Y el vacío de saberme tan cerca de la respuesta sin poder alcanzarla no hacía sino aumentar mi desazón. La fantasía se tornaba amarga realidad. Y después del domingo llegaba el lunes. Y vuelta a empezar.
Ella siempre estuvo cerca de mí, aunque yo fuera incapaz de reconocerla y atar cabos: una mirada fugaz en la calle, una sombra en la oscuridad, la chica que se para a mi lado en el semáforo… “Llevo observándote desde hace mucho tiempo”, me dijo al poco de conocernos. Pensé que lo decía de forma figurada. Ahora sé que lo decía en sentido literal. El día en que me reveló su verdadera identidad aprovechó un breve silencio entre ambos, a mitad de una conversación, para hacerme la pregunta que cambiaría mi vida. “¿Alguna vez has oído hablar de la Reina Blanca?”. La pregunta me cogió por sorpresa. Sentí como si una parte de mi mente quisiera abrir una puerta que había permanecido cerrada durante largo tiempo. Forcejeé con la cerradura durante unos segundos, pero la puerta no cedió. Aparté aquel pensamiento de mí y contesté en función de la realidad que creía estar viviendo: claro que había oído hablar de la Reina Blanca; era un cuento popular que las madres contaban a sus hijos pequeños para hacerles dormir. Ella sonrió. Había notado mi reacción inicial. Y sabía que detrás de esa respuesta, en algún rincón oscuro y olvidado de mi mente, estaba la verdad sobre mí mismo. “Cuéntamelo”, pidió. “¿El cuento? ¿Ahora?”. “Por favor”. Le advertí de que sólo recordaba las líneas generales, pero ella insistió en que lo intentara, así que lo hice lo mejor que pude, aunque creo que el resultado dejó bastante que desear. “Un cuento…”, dijo con aire distraído, para a continuación sonreír: “lo has hecho muy bien…”, me cogió las manos, “… pero no es un cuento”. “Perdón, ¿cómo?”. “Soy una Guardiana de la Búsqueda. Mi trabajo consiste en encontrar a los que, como tú, olvidaron. Volviste a tu mundo sin haber completado la misión. Te acompañaré de vuelta para que acabes lo que empezaste”. Empecé a balbucear, pero antes de que pudiera decir algo coherente, ella siguió hablando. “Mírame a los ojos”. Y lo hice. No sé por qué, pero lo hice. Y allí, en la profundidad de sus ojos negros, empecé a comprender… y a recordar. La realidad de lo que había vivido me golpeó como una maza. La Reina, el Palacio de Cristal, la Búsqueda, la gente que había conocido y los lugares que había visitado. Todo volvía a mi mente. Y su piso comenzó a desdibujarse primero, y desvanecerse después, a nuestro alrededor.
Aquel mundo era muy diferente. Pero el aspecto de ella también lo era: llevaba el pelo recogido e iba vestida con un peto de cuero con refuerzos metálicos. Los brazos, los hombros y las piernas estaban protegidos de forma similar. De su cintura pendía una vaina de la que sobresalía la imponente empuñadura de una espada. El traje se ajustaba perfectamente a su anatomía, pero estaba claro que se trataba del atuendo de una guerrera. Yo no llevaba espada, sino tan sólo un puñal que me había dado ella. “¿Por qué no tengo espada?”, le había preguntado. “¿Sabes usarla?”. “Bueno, yo… en realidad…”. “Sigue cabalgando. Hay que aprovechar las horas de luz”, atajó ella. “¿A dónde nos dirigimos?”. “A la montaña Gahlad”. “¡Gahlad!”, repetí yo. Recordaba muy bien aquel sitio. Era el hogar de un pueblo formado por sabios que se llamaban a sí mismos gahladres, que en la lengua del lugar quería decir “los que saben” o “los que enseñan”. Su fama como preceptores y maestros era tal que reyes, nobles y ricos comerciantes acudían a ellos para que enseñaran a sus hijos sobre todas las artes y ciencias conocidas por el hombre. La montaña estaba protegida por algún tipo de hechizo - los galahdres lo guardaban con gran celo-, que preservaba la visión de la montaña del viajero hasta que estaba a unos pocos kilómetros de distancia y sólo si el visitante era bienvenido. Había quien decía que la montaña tenía incluso la capacidad de desplazarse, aunque nadie había podido probarlo nunca. La ciudad recibía el mismo nombre, y había sido excavada en su interior por los antepasados de los galahdres mediante el uso de la magia. La entrada estaba guardada por una gran fortificación hecha de piedra. Al cruzarla, lo primero que sorprendía al viajero era la claridad que reinaba en la ciudad y que parecía llegar de la bóveda bajo la que se cobijaba. El origen de la luz era otro de los misterios de Gahlad. No parecía venir de puntos de luz focalizados, sino que la iluminación era uniforme, como si la ciudad se encontrara bajo el cielo y no encerrada entre moles de piedra de centenares de metros de grosor.
El rey de Gahlad recibía el título de Summa Magíster. No se trataba de un honor hereditario sino que, cuando un rey moría, su sucesor era elegido en función de su sabiduría y sus aptitudes, pues Gahlad, guardiana de múltiples secretos y conocimientos, no podía permitirse tener como líder a alguien que no reuniera las condiciones adecuadas para el puesto. El Summa Magíster no residía en un palacio, sino que, tras su nombramiento, seguía viviendo en su residencia particular. Su único privilegio era poder recibir a los visitantes sentado en su trono, tallado –tanto el trono como la tarima sobre el que se hallaba- a partir de un único bloque de piedra. Cuando nos presentamos ante él, el Summa Magíster ya nos estaba esperando. No hizo falta presentarnos ni explicarle qué hacíamos allí. Él ya lo sabía. “Debéis ir hacia el norte. Hacia las grandes ciudades que se encuentran más allá del Valle de las Dos Princesas. Pero recuerda, Buscador, que tu objetivo no tiene por qué estar más cerca de ti cuanto más lejos vayas”. Le pregunté qué había querido decir, pero no conseguí que me aclarara nada más. La audiencia había acabado.
Los galahdares nos permitieron pasar la noche en la ciudad. Se nos asignó una habitación. El mobiliario era sencillo: una mesa, dos sillas de aspecto incómodo… y una única cama. Yo me senté en la silla, certificando su incomodidad y empezando a hacerme a la idea que aquella noche no iba a poder dormir. La Guardiana dejó su espada sobre la mesa y comenzó a quitarse las protecciones despreocupadamente, hasta quedar vestida tan solo con una especie de camisa de algodón grueso. Para mi conmoción, no se detuvo ahí, sino que también se quitó la camisa, quedando completamente desnuda. Después se deslizó entre las sábanas y me miró. “¿Es que quieres dormir ahí?”, preguntó. “Bueno, yo… pensé”. “Deja de comportarte como un crío. La cama es lo suficientemente grande para los dos”. Me quité la camisa y aparté las sábanas con cuidado de no descubrir su cuerpo. “¿Es que piensas meterte en la cama con los pantalones? Están sucios y polvorientos”. Me la quedé mirando sin saber muy bien qué decir o hacer. “¿Y bien?”, apremió. Finalmente, me desnudé y me metí yo también entre las sábanas. Aún sin tocarla, sentía el calor que desprendía su cuerpo. “Buenas noches”, dijo ella mientras giraba su cuerpo hacia el lado contrario. “Buenas noches”, contesté. Y, ciertamente, aquella noche apenas dormí.
Al día siguiente abandonamos Gahlad y emprendimos el verdadero viaje, siempre hacia el norte. La tierra era fértil y estaba salpicada de múltiples poblaciones. Nuestra primera parada fue en las ciudades gemelas de Eran y Kaali, construidas sobre dos gigantescas islas de roca y tierra que flotaban en el aire, por encima de las nubes. Su origen se perdía en la noche de los tiempos y hasta el momento, nadie –ni siquiera los galahdares- había sido capaz de averiguar mediante qué clase de ciencia o hechizo aquellas masas de piedra podían mantenerse en el aire. Los habitantes de las ciudades obtenían su sustento gracias a las decenas de familias de granjeros y labradores que criaban ganado y cultivaban las tierras situadas bajo las islas. A cambio, las ciudades les proporcionaban productos manufacturados que las familias podían usar o vender. Para realizar el intercambio de productos o visitar la cuidad se usaban dos pequeños islotes que subían y bajaban periódicamente, sin necesidad de que ninguna persona estuviera al cuidado del proceso. Estuvimos tres días en cada ciudad, pero nadie supo decirnos nada sobre la Reina Blanca ni el Palacio de Cristal. “No te preocupes”, me dijo la Guardiana, “el Summa Magíster dijo que debíamos buscar más allá del Valle de las Dos Princesas y aún no hemos llegado”. Tenía razón. Debíamos continuar.
La historia del Valle de las Dos Princesas era digna de ser contada. En realidad ese no era su verdadero nombre. El nombre original era Valle de Dunar. Sin embargo, todo el mundo lo conocía como Valle de las Dos Princesas debido a la leyenda de Alura y Elaniver: ambas hijas del rey Legaran, que, sintiendo la proximidad de la muerte, prometió el reino a aquella de sus hijas que se casara en primer lugar. El problema es que ambas estaban enamoradas del mismo hombre. La relación entre ambas hermanas, que hasta el momento siempre había sido ejemplar, se deterioró hasta tal punto que el reino se dividió en dos facciones irreconciliables. El rey, consciente de que él había sido la causa primera de aquella situación, no tardó en morir del disgusto. Tras haber enterrado a su padre, ambas hermanas, sin haberse casado todavía –dada la situación, el pretendiente se había desentendido de ambas- se autoproclamaron reinas. La guerra fue inevitable y la batalla que había de decidir el destino de ambas hermanas se libró, precisamente, en el Valle de Dunar. Ambas murieron en el transcurso de la batalla. Desde entonces, el valle es conocido como el Valle de las Dos Princesas.
La Guardiana no se separaba nunca de mí, pero tampoco parecía mostrar ningún interés. Tan sólo se limitaba a cumplir con su misión. Nos procuraba refugio y alimento cada noche. En general el viaje transcurría con tranquilidad, libre de altercados. Tan sólo en un par de ocasiones tuvo que desenvainar la espada para disuadir a salteadores de caminos que, al conocer su condición de Guardiana, se retiraron sin presentar batalla. Una vez cruzado el Valle de las dos Princesas, prestamos más atención a los lugares que visitábamos. Cualquier persona, cualquier elemento del paisaje, podría traernos una pista sobre nuestro objetivo. Procurábamos visitar la mayor cantidad posible de ciudades: Osin, Cadore, Aelia. En cambio, otras, como Eresa, las evitábamos. La ciudad fantasma de Eresa, una vez rica y próspera, llevaba siglos deshabitada. Se contaba de ella que estaba maldita: si entrabas, no salías. Nadie conocía el motivo de tal maldición ni por qué la ciudad había sido abandonada. Pero, de vez en cuando, la leyenda se veía respaldada por algún hecho misterioso: gente que, por cualquier razón, se internaba en la ciudad y desaparecía. Algunos pensaban que la ciudad podía estar habitada por bandidos que atacaban y robaban a los incautos visitantes. Pero otros creían a pies juntillas en la maldición de Eresa e incluso se había hablado de derruir la ciudad para acabar así con la maldición o encontrar a los supuestos bandidos que la habitaban. Sea como fuere, no teníamos la menor intención de averiguar la verdad, así que seguimos una ruta alejada de la ciudad y la dejamos atrás.
“El tiempo es como la arena del desierto. Se escurrirá entre tus dedos y, antes de que te des cuenta, tu mano estará vacía”. Nos lo dijo un hombre sabio de la ciudad de Cadore. Aquel hombre tenía razón. El tiempo pasaba y los resultados no llegaban. Pensando en ello, en un alto en el camino, observé a la Guardiana. Intentaba encender un fuego. ¿Qué pensaría ella de todo esto? Al fin y al cabo se trataba de mi Búsqueda, de mi misión. Y ella estaba siempre allí, conmigo, atendiendo mis necesidades. Sin protestas ni reproches. Comprendí que ella nunca cedería, ni me abandonaría, ni me decepcionaría. Estaba conmigo desde el principio, desde la montaña de Gahlad… desde Gahlad… ¡Claro! ¿Cómo es que no me di cuenta antes? “Tu objetivo no tiene por qué estar más cerca de ti cuanto más lejos vayas”. Eso es lo que dijo el Summa Magíster. ¡Siempre tuve la respuesta conmigo! Ella. Siempre fue ella. Me levanté de un salto. Tenía que contárselo… decirle que… mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando me di cuenta de que ella ya me estaba mirando y que, probablemente, ya llevaba un rato haciéndolo. “Lo veo en tus ojos. Por fin has comprendido”, dijo. “Tú…”, fue lo único que pude decir. Ella avanzó hasta situarse frente a mí. “El Palacio de Cristal”, prosiguió, “está aquí”, dijo apoyando su mano en mi pecho, sobre mi corazón. “Y la Reina Blanca es aquella a la que dejarás entrar y vivir dentro de tu Palacio de Cristal para que se convierta en tu compañera de viaje, como lo he sido yo”. “Ni siquiera sé tu verdadero nombre. Nunca me atreví a preguntártelo, aunque no sé por qué”. Ella se arrodillo a mis pies y alzó su mirada hacia mí. “Puedes llamarme malaika”.
Malaika… mi Reina Blanca. El viaje ha terminado.
Hellcat
Barcelona
10 de mayo de 2013 (revisado el 6 de junio de 2013)
Y por eso me casé con ella ;).
6 comentarios
Sr. W -
Un abrazo a los dos.
Hellcat -
Mistress Marla -
Hellcat -
malaika{Hc} -
Ich liebe dich Meine König!
malaika{Hc}
malaika{Hc} -
Después de leer el relato me acaban de saltar las lágrimas de emoción, alegría, sorpresa, felicidad, plenitud, orgullo... y no sé como más identificarlo.
Este relato es el mejor regalo que me han hecho jamás!!
Gracias por dejar que me cobije en Su "Palacio de Cristal". Gracias por ver en mí a Su "Reina Blanca".
Gracias por hacerme sentir siempre especial y única.
Le quiero Señor. Le AMO mi AMO!!
malaika{Hc}