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Master Hellcat

Relatos

Relatos: Yo, Vampiro (y VII)

7. Guerra.

Oscuridad y silencio. Aparté la pesada tapa del sarcófago y me incorporé, un poco atontado. Algo raro estaba ocurriendo. Había ruido en mi cabeza. Demasiadas voces.
Intenté concentrarme para poder distinguirlas… Gritos, desesperación, órdenes… y aquella retumbar constante en mi cabeza que me recordaba las noches de borrachera de mi juventud.
De pronto me percaté de que el sonido provenía del exterior. Salí del sarcófago y apoyé una mano en la pared. El sonido venía de allí. Se originara donde se originara, las paredes lo transmitían y convertían en un ruido sordo, molesto.
El sarcófago de Isabelle estaba vacío, como cada noche. Ella se levantaba siempre antes que yo. Moví la piedra que sellaba la estancia donde descansábamos y subí las escaleras del sótano. Mi amada creadora no se encontraba en el palacio, aunque podía sentir su presencia.
Ahora podía oír algunos de los sonidos que antes tan sólo podía detectar mediante mis poderes vampíricos. Algo realmente fuera de lo normal ocurría en la ciudad. Pese a la sed que sentía, decidí salir a la calle para averiguarlo.
Nada más cruzar el umbral, un grupo de soldados estuvo a punto de atropellarme. Se dirigían, con paso apresurado, hacia las murallas.
-¿Qué ocurre, soldado? –pregunté al oficial que comandaba la tropa.
-¡Abrid paso! –contestó él con malos modos, mientras seguía su camino.
La situación debía ser realmente grave. Ahora más que nunca debía saber qué estaba ocurriendo, así que paré a la primera persona que encontré y le hice la misma pregunta que al soldado. El hombre, muy alterado, me miró como si estuviera viendo una aparición. Sin embargo, no me atreví a atribuir esta reacción a mi aspecto –como vampiro que era, mi piel presentaba un aspecto anormalmente pálido. Más bien parecía que los acontecimientos que se estaban desarrollando en Constantinopla eran de tal magnitud que parecía imposible que alguien desconociera qué estaba ocurriendo.
-¿Dónde habéis estado durante todo el día? –preguntó, a su vez- ¿acaso no tenéis ojos y oídos?
-Disculpad mi ignorancia. Mi trabajo me ha tenido ocupado todo el día en el sótano de mi casa y no he podido salir hasta ahora a la calle.
-¡Los Turcos!
-¿Turcos?
-¡Ante las murallas!¡Nos atacan!
-No es la primera vez. Y probablemente no será la última. Las murallas resistirán, como han hecho siempre.
-Eso está por ver –y, antes de que pudiera preguntar la razón de sus dudas, salió corriendo.
Resuelto a averiguar por qué esta vez podía ser diferente, dirigí mis pasos hacia las murallas de la ciudad. Según me iba acercando, aumentaba el número de soldados en las calles y aquel sonido infernal que, no me cabía ya la menor duda, provenía de las murallas. También me llamo la atención el hecho que, durante el trayecto, viera gente que portaba colchones, fardos con ropa y similares, que iban en mi misma dirección.
Me ofrecí a ayudar a una joven que apenas sí podía transportar su carga y la seguí por las escaleras que conducían a los baluartes. Una vez arriba, pude asomarme y ver con mis propios ojos lo que ocurría.
Los turcos habían reunido a un ejército gigantesco. Decenas de miles -quizá incluso más de cien mil- soldados dispuestos a conquistar y saquear la cuidad se encontraban acampados a sus pies.
Sin embargo, lo que más horror me causó fue el descubrir la causa del ruido, ahora ensordecedor, que llevaba atormentándome desde que me había alzado de mi sarcófago. El ejército turco poseía varias bombardas, de diversos tamaños, cuyos proyectiles golpeaban una y otra vez la muralla exterior. Esa era la razón de que los ciudadanos de Constantinopla cedieran sus colchones y cualquier otra cosa que pudiera amortiguar los impactos de las balas sobre la piedra.
Especialmente espeluznante era la visión de una gigantesca bombarda atendida por decenas de artilleros. Aunque su cadencia de fuego era muy baja y a cada disparo sus servidores tardaban un buen rato en ponerla de nuevo en servicio, el estruendo que producía era realmente aterrador, amén de los graves daños que ocasionaba en la muralla exterior de la cuidad.
Aquel hombre tenía razón. Quizá, esta vez, las murallas no resistirían.
Necesitaba ver a Isabelle. ¡Y Claudia! Hacía tan sólo un par de semanas que la había dejado en el Noviciado y nos habíamos visto todos los días desde entonces. Sin duda debía de estar asustada.
Bajé precipitadamente de la muralla mientras me concentraba en la presencia de Isabelle. La llamé con la mente y noté su reconocimiento, pero no obtuve contestación. De todos modos no importaba, pues ya la había localizado y podía ir a su encuentro.
Deseaba moverme a toda velocidad, pero las calles estaban muy concurridas, así que decidí desplazarme por los tejados.
Durante el camino, al llegar a la azotea de una casa abandonada noté dos presencias frente a mí. Me detuve inmediatamente y puse todos mis sentidos en alerta. Los vi casi de inmediato. Se trataba de dos vampiros macho de aspecto juvenil. Ambos debían de estar en la veintena cuando les fue otorgado el Don.
“¿Qué queréis?”, inquirí.
“A ti”, respondió uno de ellos.
Enseguida comprendí de qué iba todo aquello.
“Os ha enviado Arlén para matarme”.
El que había hablado sonrió y, sin decir nada más, se lanzó contra mí a gran velocidad. Yo hice lo mismo, abalanzándome contra él. Sin embargo, en el último instante, cuando parecía que ambos íbamos a chocar, le esquivé y, sin aminorar mi velocidad, me dirigí hacia el otro vampiro. Mudo de asombro ante mi inesperada reacción, apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que le rompiera el cuello de un fuerte golpe. Entonces me giré rápidamente y encaré al que quedaba.
“Arlén os ha enviado a la muerte”, mascullé.
Lejos de arredrarse ante lo que le había ocurrido a su compañero, se dirigió hacia mí para atacarme. Sin embargo not me costó mucho deshacerme de él. Lo dejé tumbado en el suelo de la azotea, con la columna vertebral rota y gimiendo de dolor.
Entonces bajé a la calle y me hice con una antorcha. Cuando volví, ambos vampiros intentaban alejarse de la azotea, pero sus cuerpos maltrechos se lo impedían.
“¿Dónde está Arlén?”, le pregunté a uno.
“En vez de preguntar por nuestra Señora, deberías preocuparte por la ramera que te creó”, contestó.
“¿Isabelle?”, pregunté, alarmado. “¿Qué le ha ocurrido? ¿Dónde está?”. Intenté contactar de nuevo con su mente. Pero me fue imposible. De igual forma que me había ocurrido antes, podía notar su presencia, pero era incapaz de hablar con ella. Sin duda, alguien estaba interfiriendo. “Si le ha ocurrido algo…”
“¿Tú qué?”, se rió el vampiro. Era increíble la insolencia con la que se dirigía a mí, sobretodo teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba. “Tú no eres nada. Nuestra Señora tiene un objetivo más importante que tú. Y esa furcia que te creó es el señuelo”.
“¿Nafir?”, pregunté.
“No deseo hablar más contigo. No eres digno de mí. Ni siquiera deberías existir. El Consejo debería haber votado tu destrucción”
Harto de tanto desprecio, acerqué la antorcha a las ropas de aquel desgraciado y les prendí fuego. Al poco rato su cuerpo, aún en el suelo, estaba completamente envuelto en llamas.
Me dirigí hacia el otro vampiro y comencé a acercarle la antorcha poco a poco.
“Bien, ya has visto lo que le ha ocurrido a tu compañero. Espero que tú seas un poco más cooperativo o tendré que aplicarte el mismo tratamiento”.
“¡No, espera!”.
“No tengo tiempo de esperar”.
“¿Si te digo lo que sé me perdonarás la vida?”
“Sí”.
“Está bien. Tenemos a tu creadora. Le tendimos una emboscada”.
“¿Arlén estaba con vosotros?”.
“Sí, estaba. Sin su ayuda nos habría sido difícil tenderle la emboscada. Es más poderosa de lo que pensábamos. Éramos bastantes, pero aún así mató a varios de los nuestros. Sé Donde está, te puedo conducir hasta ella”.
“No es necesario. Ya tengo toda la información que buscaba”. Acerqué la antorcha de nuevo a su cuerpo.
"¡Me prometiste que me perdonarías la vida!”, gritó él, aterrado, ante la presencia del fuego.
“Mentí”. Al poco rato, el cuerpo del otro vampiro también estaba envuelto en llamas.
Solté la antorcha y aceleré todo lo que pude en dirección a la presencia que señalaba la posición de Isabelle.
Decidí comunicar a Taiel lo que había ocurrido: mi encuentro con los dos vampiros y el secuestro de Isabelle, cuyo objetivo era atraer a Nafir. La venganza de Arlén se había puesto en marcha. La guerra había comenzado.
“Voy a buscar a Isabelle”, le dije a Taiel tras explicarle los hechos.
“No, espera. No debes ir solo. Sería demasiado peligroso. Convocaré a varios de los nuestros y te acompañaremos”.
“No puedo esperar, Taiel. Debo encontrarla y hacer lo que pueda para ayudarla”.
“Lo sé”.
“Reúne a cuantos puedas y acude tan pronto como sea posible al lugar que te transmitiré. ¿Has visto a Claudia?”.
“No te preocupes, está bien. Los turcos tardarán en poder entrar en la ciudad y ella estará segura aquí. Buena suerte, Esaú”.
“Gracias. Creo que voy a necesitarla”.
Mis sentidos me indicaban que Isabelle se encontraba en uno de los almacenes del puerto. Me dirigí hacia la zona, pero me detuve antes de divisar el edificio para sondear con mi mente los alrededores.
No detecté a ningún vampiro en las inmediaciones. Sin embargo, había varios dentro del almacén. Al parecer, Arlén no era tan lista como creía. Ella sabía perfectamente que, si me libraba de los dos vampiros que había enviado en mi busca, iría directamente a enfrentarme con ella. O quizá fuera que se sentía tan segura de su victoria que no había considerado necesario el situar vigilancia fuera del edificio. En todo caso, tenía el camino libre para entrar.
Me desplacé hasta el tejado del almacén y sondeé el interior. Noté la presencia de cinco vampiros. Uno de ellos era Isabelle. También estaba Arlén. No conocía a los otros tres. Seguramente ellos también habían notado mi presencia. Debía actuar rápidamente.
Había una trampilla que permitía acceder al tejado desde el interior del edificio. Sin embargo, pensé que sería mejor entrar por un lugar menos evidente. Reuní todas mis fuerzas y, con un fuerte golpe de mis pies sobre las tejas, atravesé éstas y la cobertura de madera que las soportaba, cayendo sobre el piso del almacén.
Pese a la oscuridad que reinaba en el interior y al polvo y los restos de materiales de construcción que arrastré en mi caída, no necesité que mi vista se adaptara. Arlén estaba frente a mí. Noté que sus tres seguidores estaban a mi espalda. Pero lo que consiguió turbarme fue la visión de Isabelle. La habían desnudado y atado por las muñecas y los tobillos, mediante cadenas, a un bastidor metálico con forma de letra “pi”. De este modo su cuerpo había sido forzado a adoptar una forma de X que lo hacía totalmente accesible. Marcas rojas, que sólo podían haber sido hechas con un látigo o algún objeto similar, cruzaban su cuerpo. Sus pechos, su cintura, sus piernas… todo su cuerpo había sido cruelmente azotado. Como prueba irrefutable, de un gancho situado a un costado de la estructura metálica, colgaba un látigo enrollado.
No podía alcanzar a imaginar qué clase de poder tenía Arlén para haber podido obligar a Isabelle a permanecer en esa postura mientras era azotada. Si Arlén era tan poderosa, ¿qué podía hacer yo solo contra ella?. Intenté apartar estos pensamientos de mi mente para evitar que fueran captados por Arlén y los suyos.
“Esaú…”. Aunque la voz de Isabelle sonaba firme, estaba claro que debía de haber sufrido mucho. Aunque yo podía encargarme de los otros tres vampiros, no podía estar seguro de si Isabelle estaría en condiciones de combatir contra Arlene. Quizá lo más prudente sería esperar a la llegada de Taiel.
“Finalmente has venido”, dijo Arlén.
“He venido a matarte”, respondí. Arlén rió.
“Esaú, debes irte”. Las palabras de Isabelle me habían sorprendido.
“No voy a dejarte aquí. No puedo dejarte”.
“Por favor, Esaú. Si me amas, vete”.
“Una escena realmente conmovedora”, dijo Arlén en tono burlón. “La zorra de tu creadora y yo hemos estado charlando un rato”, continuó. “Las marcas que ves en su cuerpo tan sólo han sido una pequeña parte de una conversación realmente interesante en la que hemos recordado los viejos tiempos”.
“¿Cómo has podido mantenerla encadenada?”, pregunté con rabia. “¿Qué poder infernal has usado?”.
“Tengo muchas habilidades. Pero no son más infernales que las tuyas. Tan solo diferentes”. Arlén avanzó hasta donde se encontraba Isabelle y rodeó su cintura con un brazo. “Pero no estamos aquí para hablar de mis poderes. Estamos esperando a alguien. Un invitado realmente especial. Por cierto, he enviado a varios vampiros para que entretengan a Taiel y sus aliados. De esta forma me aseguraré de que no seamos molestados”.
La cosa iba realmente mal. La ayuda que estaba esperando no iba a llegar. Probablemente a estas horas ya estarían luchando para sobrevivir. Pensé en contactar con Taiel para conocer lo que estaba ocurriendo, pero decidí no hacerlo. Si Arlén captaba la comunicación, podía tomarlo como un signo de temor por mi parte.
“¡No me toques, perra!”, exclamó Isabelle. “Este es un asunto entre tú y yo. Él no tiene nada que ver.
“Oh, no, querida. Te equivocas… Tu discípulo tiene mucho que ver en todo esto”. Arlén abofeteó a Isabelle. “Y no vuelvas a insultarme”, añadió, “o probarás de nuevo el látigo”.
“No sé qué pretendes con todo esto, Arlén, pero no conseguirás tu propósito”.
“Eso ya lo veremos. De momento voy a darte algo en lo que pensar… ¿alguna vez le has preguntado a nuestra amiga por qué te salvó? Hace ya mucho tiempo que te sugerí la cuestión, pero por lo que veo, no le has dedicado el tiempo que requería”.
Sus palabras despertaron en mí un recuerdo. Pregúntale por qué te salvó. Esas fueron las palabras que oí en mi cabeza hace ya mucho tiempo tras la reunión del Consejo que aceptó mi existencia como vampiro después de que Isabelle asumiera toda la responsabilidad por mis actos. Seguramente Arlén pensaba que si cometíamos algún error ella podría llevar el caso de nuevo ante el consejo, desacreditar a Isabelle y conseguir que aceptaran mi destrucción.
“Fuiste tú…”.
“Ciertamente. ¿Y bien? Ahora que estamos los tres reunidos creo que es un buen momento para resolver la cuestión, ¿no te parece?”.
“No la escuches, Esaú. Sólo quiere enfrentarnos”, dijo Isabelle.
“No voy a seguirte el juego, Arlén. Ya le hice esa pregunta al poco tiempo de otorgarme el Don”. Ella rió.
“Esaú, cuando digo que le preguntes por qué te salvó, me refiero a que le preguntes por qué te salvo… realmente”.
Giré la cabeza para mirar a Isabelle y de nuevo a Arlene.
“No comprendo…”.
“Lo sé. Nunca lo has comprendido. Pero ya va siendo hora de arrojar un poco de luz sobre este asunto, no crees?”.
“¡No, maldita puta! ¡No la escuches, Esaú! ¡Sólo te dirá mentiras para vengarse! Es lo único que pretende!”
“¡Te dije que no volvieras a insultarme!”, Arlén parecía furiosa. En un rápido movimiento cogió el látigo, lo desenrolló y se dispuso a azotar a Isabelle.
Tan rápida fue su reacción que me habría sido imposible hacer nada por evitar el primer golpe. Sin embargo, antes de que el látigo tocara la pálida piel de mi creadora, un ser hizo aparición, como surgido de la nada, e interpuso su brazo en el camino del látigo, haciendo que éste se enrollara alrededor de su antebrazo. A continuación, de un fuerte tirón, arrebató el látigo a Arlén.
Tuve que alzar la vista para poder mirar a la cara de aquel hombre que, sin duda, era un vampiro. Sin embargo, una capucha le cubría la cabeza y parte del rostro, de modo que sus facciones permanecían ocultas. La capa de la que formaba parte la capucha disimulaba sus formas, aunque podía adivinarse la corpulencia de su cuerpo. Su mente permanecía totalmente cerrada. Por eso no habíamos podido detectar su presencia.
“Nafir…”, murmuró Isabelle.
El corazón me dio un vuelco. ¡Era Nafir, el creador de Isabelle! Por fin iba a conocerlo. Tenía tantas preguntas que hacerle…
“Yo no te enseñe a comportarte así, Arlén”, su voz era grave, poderosa.
Por primera vez desde que la había conocido, parecía como si Arlén hubiera perdido su arrogancia.
“¿De qué te sorprendes? Me estabas esperando, ¿no es cierto? Pues bien, ya estoy aquí”.
En aquel instante, los tres vampiros que acompañaban a Arlén se abalanzaron sobre él, quizá creyendo que su líder estaba en peligro al contemplar su actitud ante la aparición de aquel extraño vampiro. Pero antes de que ninguno de ellos lograse siquiera rozar su capa, cayeron al suelo envueltos en llamas entre terribles gritos de agonía sin que aparentemente nada ni nadie los hubiera tocado. Las dos mujeres y yo asistimos al macabro espectáculo paralizados por la impresión.
“Ya veo”, habló Nafir dirigiéndose a Arlén, “que no has sabido enseñarles modales a tus seguidores”.
“No eres tú el más capacitado para hablar de modales después de lo que me hiciste”.
“Yo no te hice nada”. Nafir avanzó hacia Isabelle y comenzó a romper las cadenas una a una. Arlén no lo impidió.
“¡Me abandonaste!”.
“Nunca te prometí nada”.
Isabelle, ya libre, se abrazó a Nafir. Al verlo sentí una punzada de dolor en el pecho. Pero me dije a mí mismo que era una reacción normal. Al fin y al cabo Nafir la había creado y hacía muchísimos años que no le veía.
“Y en cuanto a ti, pequeña”, dijo acariciando el cabello de Isabelle y dulcificando la voz “pensé que si me alejaba acabarían las disputas y tú estarías a salvo. Pero veo que me equivoqué y que el odio de Arlén no sólo no se ha extinguido sino que ha cobrado fuerza con los años”.
Entonces Nafir se quitó la capa y cubrió con ella el cuerpo desnudo de Isabelle. Fue este simple gesto de caballerosidad el que hizo que mi mundo se desmoronara. Al mirar a Nafir a la cara obtuve la respuesta a la cuestión que Arlén me había formulado hacía tanto tiempo y que me había vuelto a plantear hacía tan solo unos momentos. ¡Su parecido conmigo era realmente asombroso! De hecho podríamos haber pasado por hermanos. Así, ¿eso era lo que realmente había entre Isabelle y yo? ¿Me otorgó el Don simplemente porque me parecía físicamente a su amado? Me sentí desfallecer. Un sustituto. Tan sólo fui eso... un miserable sustituto de alguien que la había abandonado.
Tanto Arlén como Isabelle se dieron cuenta enseguida, por la expresión de mi rostro, de los pensamientos que cruzaban mi mente. La cara horrorizada de Isabelle mostraba que sufría por mí, por el daño que me estaba causando al no haberme contado la verdad. Pero no me importaba. La rabia de la traición había vuelto mi corazón de piedra.
Por su parte, Arlén sonrió, triunfante. Su venganza, si no completa, se había cumplido en gran medida, pues había conseguido dañarnos en lo más profundo tanto a Isabelle como a mí.
Comprendí que mi presencia estaba de más. En aquel edificio no había nadie que mereciera mi compañía y mi lealtad. Ya no. Sin pronunciar palabra, proyecté mi cuerpo hacia el agujero que había hecho en el techo al entrar y comencé a alejarme de allí.
“¡Esaú, vuelve! Te lo ruego…Te explicaré…”, era la llamada de Isabelle.
Mientras aumentaba la distancia que nos separaba, su voz aún me perseguía, llamándome.
“Esaú… por favor...”.
No respondí.


EPILOGO

Me dirigí rápidamente hacia el Noviciado. Debía abandonar la ciudad, pero no sin mi Claudia. Ahora ella era lo único que tenía. Juntos empezaríamos de nuevo en otro lugar alejado de aquellas tierras.
Según me acercaba al Noviciado, presentí lucha. No provenía de la dirección de las murallas sino del propio edificio. Había vampiros luchando.
Saltando desde el edificio contiguo llegué hasta la ventana de la habitación de Claudia. Para mi alivio la encontré allí, acurrucada en un rincón y asustada, junto a Kirios y Annel.
-¡Amo!-gritó saltando sobre mí para abrazarme.
-Prepárate, pequeña. Nos vamos de aquí.
-Perdone, Señor –intervino Kirios- ¿Sabe donde está nuestra Ama? Estamos preocupados por ella.
-Ella está bien.
-¿Cómo es que no ha venido ella con Usted para buscarnos?
Mi primer impulso fue el de responder de forma brusca, pero conseguí contenerme a tiempo. Al fin y al cabo ellos no tenían culpa ninguna de lo que había pasado.
-Eso deberéis preguntárselo a ella cuando venga.
-¿Cuándo nos vamos, Amo? –preguntó Claudia.
-Cuanto antes mejor. Recoge tus cosas y espérame aquí. Yo voy a bajar.
-Tenga cuidado, Amo.
-No te preocupes.
En las escaleras me encontré con dos vampiros. Les conocía. Eran amigos de Taiel.
“¿Dónde está Taiel?”.
“Aún está combatiendo. La victoria ya es nuestra pero un par de los enviados de Arlén aún se niegan a rendirse”, contestó uno de ellos.
“Nosotros hemos subido para asegurarnos de que los humanos estén bien”, intervino el otro. Nos saludamos y siguieron su camino.
Noté que el edificio presentaba varios daños a causa de los combates. Puertas arrancadas, impactos en las paredes, muebles destruidos…
No me costó dar con Taiel. Cuando lo encontré, la batalla ya había terminado. De los dos vampiros quedaban, uno había sido destruido y el otro, al verse sólo, se había visto obligado a rendirse.
“¡Esaú!”, dijo Taiel nada más verme. “Supe que venías hacia aquí. Menos mal que estás bien. ¿E Isabelle?”.
“Ella también está bien. Veo que os han dado trabajo”.
“Sí, no ha sido fácil vencerlos. Había algunos realmente poderosos. Por desgracia, la historia se ha repetido”.
“Debéis abandonarla ciudad antes de que los turcos la tomen. Las murallas no resistirán mucho el fuego de las bombardas”.
“Estamos esperando que los humanos sena recogidos por sus Amos, aunque me temo que, después de los combates, algunos ya no tienen Dueño”. Hizo una pausa que pretendía remarcar la gravedad de los hechos. “¿Tú te vas ya?”.
“Sí. Recogeré a Claudia y me iré”.
“Entiendo”.
“Tú lo sabías todo”.
Taiel bajo la cabeza, visiblemente apesadumbrado.
“Desconocía la historia completa, pero había visto a Nafir cara a cara y podía imaginarme el resto”.
“No te culpo por no habérmelo dicho. No era asunto tuyo”.
“Gracias por entenderlo”.
Me despedí de Taiel y volví al piso de arriba, donde Claudia me esperaba en el pasillo ya preparada para acompañarme fuera de la ciudad.
-¿Vamos?
-Sí, Amo.
La tomé por la cintura y abandonamos el edificio por la azotea para evitar ser vistos. Saltando de tejado en tejado nos dirigimos hacia el Bósforo. No sabía si podría cruzarlo, pues nunca había intentado saltar tanta distancia. Sin embargo, mediante un gran salto, conseguí llegar a la otra orilla. Tras alcanzar el barrio genovés de Gálata, salté la muralla y salimos de la ciudad.

FIN... o no...

Hellcat
Barcelona
19 de enero de 2006


NOTA DE HELLCAT: En la época en que se ambienta este capítulo –año 1453-, Constantinopla era tan solo una sombra de la magnífica ciudad que había sido siglos antes. Muchos de sus barrios estaban deshabitados y los magníficos recursos artísticos y económicos que tenía la cuidad habían desaparecido durante el saqueo de la Cuarta Cruzada, en 1204.
Me he tomado ciertas licencias históricas a la hora de realizar este y otros capítulos por falta de tiempo, para no extenderme en demasía y para hacerlo más ameno.
Por todo ello, me disculpo ante mí mismo y ante los lectores.

Relatos: Yo, Vampiro (VI)

6. Claudia.

Una noche, mientras jugábamos en el Noviciado con Kirios y Annel, decidí que ya iba siendo hora de poseer un mortal para mi propio uso y disfrute. Lo consulté con Isabelle y ella me dijo que quizá ese no era el momento adecuado. Yo repliqué que necesitaba sentir que la mortal con la que jugaba era de mi propiedad.
“Annel accede a mis deseos sólo porque tú se lo ordenas. No es realmente mía. Necesito saber que la mortal con la que juego es de mi propiedad. Que me sirve únicamente a mí. Necesito su entrega absoluta e incondicional", le expliqué.
Isabelle sonrió.
“¿Y eso es compatible con tu amor por los mortales, Esaú?
“Admito que tras todos estos años he cambiado. Pero recuerda que yo nunca negué que disfrutara sometiéndolos. Tan solo…”.
“Tan solo decías que no debíamos obligar a los mortales a plegarse a nuestros deseos… pero lo haces. Decias que les forzábamos a servirnos en contra de nuestra voluntad. Decias que…”.
“Lo sé, lo sé. Pero ambos sabíamos que yo iba a disfrutar dominando a una mortal y saciando mi Sed con ella. Cuando me decías que era uno de vosotros, un vampiro, y que sabías que iba a disfrutar con todo ello, en mi fuero interno yo sabía que decías la verdad, aunque me resistiera a reconocerlo. Pero no por eso he dejado de amar a los mortales”.
“Ya te dije una vez que hicieras lo que quisieras al respecto, mientras no negaras tu verdadera naturaleza. Me parece bien que quieras tener una esclava propia… siempre y cuando eso no afecte a los preparativos para la guerra”.
Le aseguré que no sería así y le pregunté si le molestaba que hubiera jugado con Annel durante tanto tiempo. Ella me contestó, riéndose, que, si le hubiera molestado, no me lo habría permitido. Sin embargo estuvo de acuerdo conmigo en que ya iba siendo hora de que tuviera mis propios esclavos, puesto que atender a dos vampiros al mismo tiempo, era una tarea agotadora incluso para dos mortales, puesto que, incluso en el caso de los esclavos del Noviciado, que recibían algunas gotas de la sangre de sus Amos para prolongar su vida y realzar su belleza natural, un vampiro seguía teniendo una resistencia y un apetito sexual mucho mayor.
Isabelle me hizo ver que sería mejor que ella no estuviera en la casa cuando yo llegara con mi nueva esclava. Al menos hasta que le confesara mi verdadera naturaleza. Al principio me negué, puesto que estar lejos de mi creadora y amante era algo para lo que aún no me sentía preparado. Sin embargo, tuve que rendirme a la evidencia y aceptar lo que ella me decía.
Así fue como comencé mi búsqueda. Tenía claro que debía ser una hembra, pero, ¿dónde debía buscar?. ¿Debía esperar a que una mortal me descubriese y me implorase que la hiciera mía? No podía esperar tanto. Yo mismo la buscaría. La elegiría y le revelaría mi condición. Si aceptaba, bien y, si no… bueno, entonces la usaría para saciar mi Sed y continuaría con la búsqueda. Sonreí ante aquel pensamiento. “Esaú, cuánto has cambiado”, pensé. Tan solo unos años antes, el hecho de utilizar a un mortal de esa forma me habría repugnado. Pero ahora mi naturaleza vampírica se mostraba como tal y en toda su plenitud. Tomaba lo que quería cuando quería. ¿Por qué? Pues, simplemente, porque podía hacerlo. Una lógica aplastante…
Pero aún debía responderme la primera pregunta: ¿dónde debía buscar? Era importante determinar un perfil, pues así reduciría el abanico de búsqueda y tendría más posibilidades de éxito. Sería una muchacha de clase alta, joven, refinada, educada en las más exquisitas artes, que no hubiera conocido hombre, pura e inocente. Y yo la seduciría, me deleitaría corrompiendo su virtud, le mostraría el camino de la perversión, la atormentaría y la haría enloquecer de placer. Despertaría en ella los más bajos instintos y la convertiría en mi esclava. Mientras pensaba en ello, sentía mi lujuria creciendo en mí. Oh, sí… sin duda era una buena idea tener mi propia esclava.
Habiendo pasado tantos años en Constantinopla, conocía muy bien las familias más acaudaladas e importantes de la cuidad. Los nobles y los comerciantes más ricos de la ciudad competían entre sí para organizar las más suntuosas y delirantes fiestas. Como ya he dicho, Isabelle y yo acudíamos a muchas de ellas buscando diversión.
Y algunos de aquellos acaudalados anfitriones tenían hijas que podían servir a mis propósitos. Bastaba con que, mientras gozaba de la compañía de la gente y de los espectáculos preparados, estudiase a tan distinguidas jóvenes.
Ahora bien, ante esta situación, se me presentaba un problema nada desdeñable. ¿Acaso, cuando la familia de la muchacha supiera de su desaparición no pondrían toda su fortuna e influencia para dar con ella allí donde se encontrase?. Decidí consultar este aspecto con Isabelle.
“No debes preocuparte por ello”, me respondió. “El Noviciado está fuera de cualquier sospecha. A nadie se le ocurrirá buscar allí. Y, ni mucho menos, pensará en la existencia de vampiros. Muy probablemente, la familia creerá que ha sido secuestrada para pedir rescate o para ser vendida en algún mercado de esclavas”.
Tranquilizado por sus explicaciones, decidí poner en marcha mi plan. Comencé a realizar descartes, hasta el punto de llegar a creer que no conocería a la persona adecuada. Incluso Isabelle llegó a decirme que quizá me estaba extralimitando en la búsqueda. ¿Estaría buscando un imposible?.
Pero ella existía. Se llamaba Claudia, y era una criatura realmente exquisita. Y no sólo por su deslumbrante belleza, sino también por sus refinadas formas y la inocencia que destilaba todo su ser. Era la joven hija de un rico hombre de negocios que había hecho fortuna comerciando con especias. Desde el principio de la fiesta se vio rodeada de jóvenes que la pretendían y la agasajaban, siempre bajo la atenta mirada de una dama de compañía cuya misión era velar por la virtud de la joven. Vigilancia que, por otra parte, no era en absoluto necesaria, pues nunca vi que Claudia dedicara a sus galanes nada más que una tímida sonrisa o una mirada vacía de segundas intenciones. Sin duda, era perfecta para mí.
El momento de la aproximación era crítico, así que lo preparé con sumo celo. Me dediqué a observarla durante un buen rato desde una distancia prudencial, intentando descubrir cualquier fallo en ella. Una vez satisfecho con su comportamiento, me acerqué a ella. Mientras avanzaba con paso firme y decidido, asegurándome de que ella me viera, toqué ligeramente las mentes de aquellos jovenzuelos inexpertos que la asediaban para evitar que me estorbaran. Al llegar al grupo, me dejaron pasar. No pude evitar sonreír al pensar en lo que sentían en esos momentos: una misteriosa fuerza dentro de su cerebro les obligaba a apartarse y franquear el camino a aquel extraño… aunque ellos no querían hacerlo. De hecho, ¿por qué lo hacían? Y sin embargo, no podían hacer otra cosa más que obedecer a esa fuerza.
Sin duda Claudia pensó que mi sonrisa iba dirigida a ella, pues me la devolvió. Como correspondía a un caballero educado, me incliné y me presenté como un joven noble del norte de España en busca de conocimientos y aventuras antes de volver para hacerme cargo del título y las tierras de mi padre. Elogié la fiesta y le di las gracias por haber sido invitado. Ella correspondió amablemente a mi saludo y me invitó a tomar asiento. La dama de compañía carraspeó, sin duda en señal de desaprobación, pero ninguno de los dos le hizo caso. Probablemente, a esas alturas, Claudia ya estaba más que harta de tener que soportar a aquella mujer que se había convertido en su sombra.
Estuvimos hablando durante varias horas. La puse a prueba en varios campos, pudiendo comprobar que era una joven cultivada. Sin duda su padre se había esmerado en procurarle los mejores tutores y maestros con la esperanza de poder casar a su hija con algún noble. De hecho no era nada extraño que familias nobles y de comerciantes casaran a sus hijos, sobre todo cuando la situación económica de las primeras era deficiente. Así, la familia noble aliviaba su precaria economía, y la familia de comerciantes entraba a formar parte de la nobleza, de forma que todos salían ganando… exceptuando, quizá, a los contrayentes, pues muchas veces esta clase de arreglos matrimoniales se llevaban a cabo en contra de su voluntad y, únicamente, por el bien de las familias.
Al final de la fiesta conseguí arrancarle, con el consentimiento de su dama de compañía, la promesa de que preguntaría a su padre si me permitiría verla por segunda vez. Prefería hacerlo de esta forma, pues en ese momento me interesaba llevar las cosas de la forma más discreta posible. Por otro lado, estaba seguro de que mi persona ya había calado en ella lo suficiente como para tener toda su atención. Mi plan se desarrollaba tal y como lo había previsto.
Sin embargo, un hecho vino a enturbiar su buena marcha. Al cabo de un par de días recibí una misiva de Claudia. En ella me comunicaba que, puesto que yo tan sólo podía verla por la noche, su padre se había negado en redondo a su petición. ¿Qué clase de señorita se veía de noche con un hombre? En esa situación, ni siquiera la presencia de una dama de compañía era garantía de virtud. La gente comenzaría a murmurar cosas desagradables. Los cotilleos crecerían hasta desbordar cualquier verdad. Y los negocios acabarían resintiéndose, pues ningún comerciante querría tener tratos con una familia de descarriados que permitían que su hija perdiera su buen nombre de aquella forma.
Al final de la carta, Claudia me rogaba que ideara algo para que su padre cediera y pudiéramos vernos. Y, puesto que los negocios y el buen nombre de su familia me importaban muy poco y lo único que yo deseaba era conseguir mi presa, decidí acceder a la petición de Claudia y poner algo de mi parte para convencer a su padre.
Cuando quiero ejercer un cierto control mental sobre alguien es necesario que esté ante esa persona o, en caso de no poder acercarme, conocerla personalmente y saber su ubicación aproximada para poder centrar mi mente en la de ella. Dado el nivel que habían alcanzado mis poderes, mi mente podía comunicarse con la del padre de Claudia incluso sin necesidad de moverme de casa. Así, envié una sonda mental inmediatamente en la dirección en la que se encontraba la residencia de Claudia para hallar a su padre. Una vez hecho esto, modificar sutilmente su estructura mental para que accediera a los deseos de su hija fue fácil.
La noche siguiente, cuando desperté, Isabelle me entregó, sonriente, una nueva nota enviada por Claudia llena de agradecimientos en la que me citaba para vernos al día siguiente.
Durante la segunda cita, caminamos por las calles de la ciudad, siempre bajo la atenta mirada de aquella mujer que estaba empezando a odiar. Nunca decía nada. Tan solo nos seguía a unos pocos pasos de distancia y nos observaba. Sentía clavada en mi espalda la mirada de aquella mujer horrible.
Opté por darle a Claudia datos falsos sobre mi pasado en España, puesto que cuando desapareciera del mundo de los mortales, su padre muy probablemente emprendería su búsqueda. Y, claro está, yo no deseaba que mi familia tuviera que responder por un caso de secuestro por parte de un familiar que se suponía que había desaparecido durante la Primera Cruzada.
Durante las citas que siguieron, constaté que la atracción que ejercía sobre Claudia había ido creciendo poco a poco. Era evidente que estaba enamorándose de mí, de modo que creí llegado el momento de hacerle partícipe de mi secreto.
Durante la última cita que mantuvimos de esta forma, le pregunté si le gustaría que estuviéramos juntos para siempre y si estaría dispuesta a servirme. Naturalmente, ella creyó que hablaba de noviazgo y matrimonio. Y no dudó al contestar que sí. Naturalmente, yo era consciente de que la estaba engañando, pero en aquel momento me resultaba divertido observar su candidez e inocencia al creer que, a partir de ese día, su vida iba a ser como la de cualquier mujer casada.
Decidí llevarla a casa de Isabelle. Claudia desaparecería esa noche sin dejar rastro. Nunca volvería a ver a su familia. Sería mi esclava para siempre.
-¿Quieres venir a mi casa esta noche?
Claudia no respondió en seguida. Se veía claramente que ella quería ir, pero su educación conservadora le indicaba lo contrario.
Finalmente, respondió.
-¿Y ella? –dijo, señalando disimuladamente a nuestra incómoda acompañante.
-Yo hablaré con ella.
-No conseguirás nada.
-No te preocupes. Quédate aquí.
Me dirigí hacia la mujer, que se quedó extrañada al verme avanzar hacia ella. Me concentré y toqué su mente con la mía.
-Volverás a casa y dirás que, después de dejarme a mí, mientras acompañabas a Claudia a casa, dos hombres os atacaron y se la llevaron.
-Sí, señor.
-No sabes quienes eran ni recuerdas cómo iban vestidos debido a que todo ocurrió muy rápido.
-Sí, señor.
-Ahora vete.
La mujer dio media vuelta y comenzó a alejarse de nosotros. Cuando volví con Claudia, está tenía los ojos como platos.
-¿Cómo lo has conseguido? ¿Qué le has dicho?
-Bueno, digamos que puedo ser muy persuasivo cuando quiero. ¿Vamos? –le ofrecí mi brazo y ella lo aceptó con una sonrisa.
Paré un carruaje y la ayudé a subir. Una vez acomodados en el interior uno al lado del otro, le di al cochero la dirección de la casa de Isabelle. Con un chasquido del látigo, los caballos comenzaron a caminar a buen paso.
Hicimos el camino en silencio. Sus manos estaban entrelazadas con las mías. De vez en cuando la sorprendía mirándome. No me cabía ninguna duda de que Claudia haría todo aquello que le pidiese. Y tras haber bebido algunas gotas de mi sangre, quedaría ligada a mí para siempre.
-Tienes las manos frías.
-Sí, me ocurre siempre. –dije- ¿Quieres que las retire?
-No, no –respondió ella rápidamente-, me gusta que me tengas así.
Llegamos a la casa en silencio. Tras comprobar que Isabelle no estaba allí, acompañé a mi joven y bella invitada al salón y, con un gesto de la mano, la invité a que se sentara.
Ella en ningún momento apartó su mirada de mí. Sin duda Claudia se sentía muy impresionada por mi persona. Impresión que yo me había encargado de acentuar gracias a mis poderes sobrenaturales. Todo estaba ya preparado para los hechos que iban a acontecer esa misma noche.
-¿Quieres una copa de vino?
Ella asintió. Yo le sonreí y fui hacia una mesa sobre la que descansaban varias botellas de cristal de exquisita manufactura, que contenían diversos licores, así como media docena de copas a juego. Llené una de ellas con un exquisito vino importado y, cuidándome de la mirada de Claudia, me clavé la uña en la muñeca y dejé caer dentro de la copa unas gotas de mi sangre. Volví hasta donde estaba sentada ella y le tendí la bebida. Ella la tomó con sus finas manos y se la llevó a los labios. Antes de que estos tocaran el borde de la copa, pareció dudar.
-¿Tú no bebes?
-No tengo esa costumbre. El alcohol nubla los sentidos. Y yo necesito que los míos estén siempre despiertos y alerta.
-Eres tan diferente de los otros hombres... tan extraño…
Sonreí y ella me imitó.
-Pero me gusta cómo eres.
Y diciendo esto, se llevó la copa a los labios y bebió. Estaba hecho y ya no había nada ni nadie, humano o divino, que pudiera remediarlo. Claudia era mía, y lo sería para siempre. Me regocijé con este pensamiento mientras Claudia apuraba la copa.
Al terminarla, la sostuvo en sus manos mientras me dedicaba otra de sus maravillosas sonrisas. Pero, de repente, su semblante se puso serio y soltó la copa que, cayendo al suelo, se rompió.
-Lo siento –dijo ella con un hilo de voz.
Y, entonces, pude verlo. Seguía siendo ella, mi Claudia, toda pureza e inocencia. Pero, al mismo tiempo, algo había cambiado. Sus ojos brillaban con una nueva fuerza, con renovada intensidad. Mi sangre había obrado el milagro.
-No te preocupes. Ven conmigo.
La cogí de la mano y la llevé al piso de arriba. Entramos en una de las múltiples alcobas de la casa y, cerrando la puerta, me situé frente a ella. En sus ojos vi que ella sabía lo que iba a suceder y que lo esperaba con ansia.
Me alejé de ella un par de pasos. Ella me dedicó una tímida sonrisa y sus manos se dirigieron hacia su vestido y comenzó a desnudarse. Hirviendo de lujuria, luché contra el deseo de abalanzarme sobre ella, arrancarle el vestido y poseerla en aquel preciso instante. Pero sin duda, el espectáculo que me ofrecía Claudia desnudándose ante mí lentamente, dejando que pudiera contemplar todo el proceso, mientras se disponía a entregarse a mí, me ayudó a contener mis instintos.
Finalmente, el vestido resbaló, cayendo al suelo y revelando su cuerpo. Aquel tesoro que muchos mortales habían pretendido, pero que sólo un inmortal había sido destinado a poseer.
Me acerqué a ella y la besé. Noté con satisfacción que ella me recibía también con un deseo y una pasión que en otras circunstancias me habrían sorprendido, pero no después de que hubiera probado mi sangre. El deseo y la lujuria formaban parte de mí. Y ahora, ese deseo y esa lujuria, sintetizadas en las gotas de sangre que Claudia había bebido, estaban dentro de ella.
Separé delicadamente mis labios de los de ella y, cogiéndola en brazos, la llevé hasta la cama, donde la deposité suavemente. Y allí fue donde la hice mía. Por fin mía.
Aún ahora, siglos después de que ocurrieran aquellos hechos, siento dentro de mí la pasión que me consumía en esos momentos. El tacto de su piel. La forma de sus pequeños y redondos senos. Sus gemidos. Tanto tiempo después, y tan presente en la memoria aquella primera vez…
Claudia se quedó en la casa durante un tiempo. En un par de días, con la ayuda de mi sangre, se habituó a la vida nocturna. Yo salía a cazar de la forma habitual, escudándome en que tenía que resolver ciertos asuntos. Ella nunca manifestó la menor queja. Hacíamos el amor a menudo, explorando nuestros cuerpos y buscando nuevas formas de placer que satisficieran al otro.
Pasados unos días, decidí que debía saber la verdad sobre mí. Llegaba otro momento crítico. Debo admitir que, mientras se lo explicaba todo, me sentía inquieto ante la posibilidad de que saliera mal. Pero tras escucharme, Claudia se limitó a sonreír.
-Lo sé.
-¿Lo sabes? ¿Qué sabes? –pregunté estupefacto.
-Bueno, no lo sabía exactamente. Pero intuía que algo así sucedía. Cuando me diste a beber la copa de vino… creo que fue en ese momento cuando se me reveló la verdad. Aunque no sabía concretamente de qué se trataba. Pero durante todo este tiempo que he pasado en tu casa, siempre he sabido que eres algo más que un simple hombre.
“Me alegro de que haya sido así”.
Ahora era Claudia la asombrada.
-Te oigo en mi cabeza… pero no has movido los labios.
“Es otro de mis poderes”.
-¿Lo tendré yo algún día? ¿Podré tener tus poderes? –preguntó, con ansiedad.
“Quizá algún día te haga como yo. Pero deberás tener paciencia”.
-A tu lado puedo tener toda la paciencia del mundo.
Exhalé un prolongado suspiro.
-¿Qué ocurre?
“¿Me amas?”
-¿Por qué me preguntas eso? De sobra sabes que sí.
“¿Deseas servirme?”
-¿Qué quieres decir?
“Escucha Claudia, si algún día deseas convertirte en vampiro, primero debes entregarte a mí en cuerpo y alma”.
-¿Acaso no lo he hecho ya? Cuando yacemos juntos cada noche, ¿acaso no sientes mi entrega?
“No se trata de eso. Hay algo que, si bien está relacionado con la entrega, va aún más allá. Estoy hablando de humildad, sumisión, placer y sufrimiento. Debes experimentar todo esto si quieres ser un vampiro”.
-Sí... es decir... sí, creo que lo entiendo –dijo ella con voz débil.- Estos días que he pasado contigo... yo... -su voz se hizo más firme- Si es tu deso, lo haré. Por ti.
“Hay algo más. No podrás estar a mi lado como hasta ahora, aunque el lugar donde serás adiestrada se encuentra en esta misma ciudad”.
Le conté todo lo que sabía sobre el noviciado. Ella me escuchó sin proferir una palabra.
”Iré a visitarte con frecuencia. Quizá incluso cada día, para educarte y valorar tus avances”.
-¿Tú también fuiste a ese lugar? –preguntó.
No detecté en su voz animadversión alguna, sino una profunda curiosidad, lo que me calmó un poco. Sin embargo, permanecí en silencio durante unos instantes, no sabiendo qué decir. ¿Tenía derecho a pedirle a Claudia que hiciera por mí lo que yo no había hecho por Isabelle? Cierto que las circunstancias habían sido completamente diferentes, pero aún así las dudas me asaltaban. Tampoco podía dejar de pensar, como me ocurriera antaño, si era correcto aprovechar mi manifiesta superioridad física y mental para aprovecharme de un mortal, si bien Claudia, tras beber mi sangre ya era más que un mortal.
Decidí contarle la historia de mi creación y le hable de Isabelle. Le conté todo. Lejos de sentirse celosa, Claudia pareció entenderme, lo cual me acabó de convencer de que estaba sobradamente preparada para acudir al Noviciado. Finalmente tomó su decisión.
-Lo haré. Iré donde dices. Me entregaré en cuerpo y alma al adiestramiento. Y seré la mejor, porque te amo y quiero servirte como mereces.
“Tus palabras me hacen inmensamente feliz.” dije, abrazándola “Mañana ingresarás en el Noviciado”.

Hellcat
Barcelona
21 de enero de 2005

Relatos: Yo, Vampiro (IV)

4. El Consejo.

Según me informó Isabelle mientras caminábamos, el Consejo se reunía de forma rutinaria una vez al mes, aunque cualquiera de sus miembros podía convocarlo de forma extraordinaria si se daba alguna circunstancia que así lo requiriera. Esta vez, el Consejo había sido convocado por Isabelle para informar de mi existencia y darme a conocer formalmente a la comunidad vampírica de Constantinopla. Eso significaba que ella no podría formar parte del Consejo en esa ocasión, al crearse un conflicto de intereses por ser mi creadora. Por lo tanto su puesto sería ocupado por otro vampiro, aunque desconocía quién iba a ser.
El órgano ejecutivo del Consejo estaba formado por siete inmortales. Los únicos requisitos necesarios para pertenecer a este órgano eran residir en la ciudad correspondiente, en este caso, Constantinopla, o alrededores, y que la edad del vampiro no fuera inferior a un siglo de existencia inmortal.
La renovación del mismo se llevaba a cabo cada año, mediante una simple votación de todos los vampiros que acudían al Consejo, sobre las candidaturas presentadas. De vez en cuando, por diversas circunstancias, uno de los puestos quedaba vacante. Entonces el presidente del órgano ejecutivo, elegido por los propios miembros, convocaba un Consejo extraordinario para cubrir el puesto.
La mayoría de las veces los candidatos eran pactados entre los vampiros, pues siempre había algún miembro de la comunidad especialmente apreciado o apto para el puesto que era unánimemente aceptado por todos los vampiros de la ciudad. Sin embargo, de vez en cuando se presentaban dos o más candidatos con iguales posibilidades de salir elegidos. En esos casos era de la máxima importancia llegar a algún tipo de acuerdo, ya que, en caso de disputa, ésta podía degenerar en un enfrentamiento abierto entre las distintas facciones que apoyaban a los candidatos.
Isabelle me comentó que tan sólo una vez la disputa fue lo suficientemente grave como para dar lugar a una guerra abierta entre vampiros… y que esperaba que nunca más volviera a ocurrir, puesto que fue una época oscura que nadie quería revivir.
Cuando le pregunté qué vampiro había sido objeto de la disputa, la respuesta me sorprendió. “Fue Nafir. Se presentó candidato, pero algunos sectores descontentos con él a causa de sus excentricidades temían que su forma de ser perjudicaría las actividades del Consejo. Y se negaron a secundarle. Tuvimos muchas oportunidades de detener la disputa, pero no supimos hacerlo. Nafir, a pesar de mis intentos de que desistiera de presentar su candidatura, continuó adelante obstinadamente. Y se desató la guerra. Por supuesto, yo me puse inmediatamente de su parte, pues era mi creador y le amaba… La guerra fue terrible, Esaú. Muchos murieron defendiendo sus convicciones. Al final logramos vencer. Y cuando todo parecía volver a la normalidad… Nafir desapareció”.
“Me habías dicho que él te dejó”.
“Sí. Así fue. Después de la guerra, después de toda la sangre vertida… simplemente se fue”.
“¿Estás enfadada con él?”.
“Al principio lo estuve, y mucho. No entendía por qué había hecho eso. Luchamos por él… y se fue sin decirle nada a nadie. Ni siquiera a mí. Si hubiera hablado conmigo… Yo le habría dejado marchar. Me habría dolido, pero nunca me habría opuesto a sus deseos. Él siempre hacía las cosas por una razón. Le gustaba hacer las cosas a su manera. A veces no lo entendía, pero sabía que nunca tomaba una decisión a la ligera… Bueno, la verdad es que últimamente ya no pienso demasiado en ello. Él se fue y tú estás aquí”, dijo, sonriendo.
Cada vez tenía más ganas de conocer a Nafir. Sin duda debió de ser un vampiro realmente poderoso y, al mismo tiempo, controvertido. Por desgracia, si ni la propia Isabelle, su creación, había sido capaz de contactar con él, ¿qué esperanzas podría albergar yo?.
Bajamos a la planta inferior del palacio, donde vi que varios vampiros caminaban por uno de los pasillos hacia la puerta situada al fondo del mismo, que se encontraba abierta y por la que podía ver una sala que bullía de actividad.
Mientras nos internábamos en el pasillo, oí la puerta de entrada. Sin duda se trataba de nuevos vampiros, que llegaban al edificio para asistir a la reunión.
Estaba realmente extasiado y, por qué no decirlo, un poco cohibido por la situación, ya que yo iba a ser el centro de atención del evento. Los inmortales allí reunidos escucharían las explicaciones que Isabelle iba a ofrecerles sobre mi creación al margen del Noviciado. Pero, sin duda, mientras escuchasen a Isabelle, ellos no dejarían de estudiarme, preguntándose qué poderes tendría, por qué había suscitado la atención de un vampiro tan poderoso como Isabelle y, sobre todo, si tenían algo que temer de mí.
Este último pensamiento me hizo esbozar una sonrisa incrédula… ¿qué podían temer de mí? Aún debía aprender muchas cosas sobre mí mismo. Mis poderes eran ya notables, eso era cierto. Pero qué duda cabía de que no serían ni remotamente comparables a los de la mayoría de inmortales que me rodearían, algunos de ellos, como la propia Isabelle, con varios siglos de existencia inmortal a sus espaldas.
Al fin entramos en la sala. Tenía el mismo tamaño que la mazmorra o sala común que estaba situada en el piso de arriba, sobre ella. Separados por un pasillo central, había varias filas de bancos de madera, algunos ya ocupados por vampiros que hablaban entre sí usando su mente. Mientras caminábamos por el pasillo, algunas miradas curiosas se dirigieron hacia mí.
Aún tenía dificultades para captar conversaciones cuyos interlocutores no se dirigieran directamente a mí. Sin embargo, pude captar algunos retazos de las mismas. No me pareció que fueran ofensivas, ni capté la más mínima animadversión hacia mí. Tan sólo una gran curiosidad por saber quién era “el nuevo”. De todos modos, me dije a mí mismo que no debía bajar la guardia en ningún momento, pues, aunque inmortal como ellos, no dejaba de ser un extraño en un lugar extraño.
Era la primera vez que estaba entre un grupo tan numeroso de vampiros. Me fascinaba saber que cada uno de ellos contaba con su propia historia: su despertar a la inmortalidad, las enseñanzas que habría recibido de su creador, los lugares que habría visitado, las gentes que habría conocido, los poderes que habría desarrollado… y no pude dejar de pensar que algunos de ellos habrían sido creados después de la implantación de los Noviciados, soportando en ellos las duras pruebas impuestas por sus creadores antes de serles concedido el Don.
Isabelle pareció captar mi nerviosismo.
“Tranquilo. Conozco a muchos de estos vampiros, y ya has visto que el propio Taiel está de nuestra parte. Todo irá bien”.
“Eso espero”.
Llegamos hasta una tarima donde un único banco se encontraba situado frente a una tribuna que, supuse, sería ocupada por los miembros del órgano ejecutivo del Consejo.
La tribuna, también de madera, estaba finamente tallada mostrando motivos relacionados con los vampiros. Pude distinguir una representación de la ceremonia en la que lo que parecía un mortal, recibía el Don de un vampiro, entre otras cosas.
La sala estaba ya casi llena, e Isabel me indicó que me sentara en el banco, mientras ella se sentaba a mi lado.
Al cabo de unos segundos los murmullos de las conversaciones mentales decrecieron hasta desaparecer. Me giré para ver qué ocurría y vi que entraban en la sala siete vampiros. No se distinguían de cualquiera de los otros que ocupaban la sala. Sin embargo estaba claro quienes eran: formaban el órgano ejecutivo del Consejo. Con gran alivio, vi entre ellos a Taiel. Al menos sabía que contaba con un apoyo seguro entre el Consejo.
Los siete vampiros subieron a la tarima y se sentaron en la tribuna, ante nosotros. Eran cuatro hombres y tres mujeres. De nuevo me resultaba completamente imposible determinar su antigüedad. Sin embargo, dada su relevante posición dentro de la comunidad vampírica, estaba claro que todos debían tener más de un siglo y, estaba seguro que en la mayoría de los casos, varios más.
Puesto que iban a ser ellos los que juzgarían si mi creación por parte de Isabelle se ajustaba a las leyes de los vampiros, intenté estudiarlos. Ninguno de ellos parecía superar los cuarenta o cuarenta y cinco años en términos mortales. En ese momento, oí a Isabelle.
“Arlén”. Había usado un claro tono de desdén al pronunciar el nombre. Seguí su mirada hasta llegar a una de las mujeres que, precisamente, era la que más edad aparentaba. Llevaba el cabello corto y, con gran incomodidad por mi parte, descubrí que ella también me miraba como si me estuviera estudiando. Tenía el ceño fruncido y parecía sumamente concentrada en sus pensamientos. No intenté averiguar cuáles eran, pues sabía que podría detectar mi intrusión.
Desvié la mirada hacia Isabelle y le pregunté quién era aquella mujer.
“Su nombre es Arlén... y podría llegar a ser un problema. Digamos que no nos llevamos demasiado bien”.
“¿Por qué?”.
“Por celos. Estaba enamorada de Nafir y nunca soportó que él me amara. En realidad fue Arlén quien puso a algunos vampiros en contra de Nafir”. Isabelle suspiró. “Y ahora, de alguna forma, se las ha arreglado para ser mi sustituta en el Consejo en la reunión de hoy”.
“¿Ella provocó la guerra?”, pregunté sorprendido.
“Sí. Y temo que quiera hacer lo mismo ahora. Ha pasado de amar a Nafir a odiar todo lo que tenga algo que ver con él. Y tú has sido creado por su discípula...”.
“Me dijiste que todo iría bien”.
“Sólo es un pequeño contratiempo”.
“¿Llamas “contratiempo” a tener como enemiga a alguien capaz de provocar una guerra entre vampiros? Francamente, me parece que es algo más que un simple “contratiempo””.
“Veremos qué ocurre...”.
Para tranquilizarme, seguí estudiando al resto de los ocupantes de la tribuna. Las otras dos mujeres eran más jóvenes, aunque una de ellas parecía haber superado la treintena cuando le fue dado el Don. Ambas parecían distraídas mirando al público que estaba acabando de ocupar los últimos asientos libres que quedaban en la sala. En ningún momento parecieron prestarme atención.
El vampiro que estaba situado en el centro de los demás –el presidente del órgano ejecutivo, supuse- era un hombre delgado. Tras enviar una breve mirada a Isabelle pareció dedicarse a esperar pacientemente a que todo estuviera en orden para poder comenzar la reunión.
Otro de los hombres era el propio Taiel, que me sonrió cuando nuestras miradas se cruzaron. Agradecí ese gesto suyo y le devolví la sonrisa. La verdad es que, aunque sabía que Isabelle se desenvolvería perfectamente, tras conocer a Arlén, necesitaba que me tranquilizaran un poco. Me acerqué lo más disimuladamente que pude a ella en el banco y cogí su mano con la mía. Ella dio un respingo al sentirla, y se giró para mirarme. Entonces sonrió y me apretó ligeramente la mano.
Los otros dos vampiros que formaban el órgano ejecutivo del Consejo parecían estar conversando entre sí y tampoco nos prestaban atención ni a Isabelle ni a mí. Uno de ellos era realmente corpulento y mediría unos dos metros de altura, lo que, para la época, era una altura desmedida. El otro, por el cotnrario, era extremadamente delgado. La vista de ambos personajes hubiera sido cómica de no haber sabido que ambos eran vampiros, por lo que el aspecto físico nunca dejaba traslucir el poder real.
Cuando al fin la sala estuvo al completo, el presidente cerró las puertas mediante un simple gesto de la mano. Pude detectar la corriente de energía que emanaba de él y actuaba sobre las puertas como algo casi tangible. Me quedé fascinado por aquella posibilidad de la que yo carecía, pues mis poderes eran una copia exacta de los de mi creadora y, al no tener ella ese poder, yo tampoco podía tenerlo. Me consolé pensando que seguramente yo tenía algún poder del que él carecía, aunque, lógicamente, no podía estar completamente seguro de ello…
La reunión dio comienzo. El presidente explicó la razón de que se hubiera convocado el Consejo, así como quién era la convocante, y cedió la palabra a Isabelle.
Ésta se levantó y dio unos pasos hasta situarse en la tarima de forma que fuera bien visible. Quizá fuera casualidad o tan sólo una coincidencia, pero lo cierto es que Isabelle se había situado justo delante del puesto que ocupaba Arlén en la tribuna, dándole la espalda completamente, pues estaba situada de cara al público asistente. Vi como ésta fruncía el ceño de forma imperceptible. Sin duda también se había percatado del detalle.
Isabelle volvió a captar mi atención. Allí, de pie, vestida con aquellos lujosos ropajes que tanto le gustaban, y con la actitud de quien sabe que despierta expectación y admiración entre aquellos que la contemplan, aparecía revestida de una aura de digna distinción ¡Qué bella estaba!.
Empezó a hablar. Explicó que se había visto obligada a concederme el Don a causa de ciertas circunstancias que seguidamente pasó a explicar. Contó cómo me había estado estudiando durante un tiempo, cómo siguió mis aventuras durante la Cruzada, cómo fui herido y, finalmente, cómo, ante la disyuntiva de si debía dejarme morir o concederme el Don, eligió esto último.
Apeló, después, a su derecho, como miembro del Consejo, a conceder libremente el Don a quien ella desease, puesto que, tal y como explicó, un puesto en un Consejo avalaba a un vampiro como poseedor de la destreza, el poder y la sabiduría suficientes como para otorgar el Don y controlar, después, al vampiro novel hasta que aprendiera a controlar sus poderes y sentidos y no representase un peligro para sí mismo y para el resto de la comunidad vampírica.
Terminado su alegato, Isabelle volvió a sentarse a mi lado y me sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Sin duda había sido un buen discurso. Inteligente y sin fisuras que pudieran ser aprovechadas para atacarnos.
A continuación, el presidente dio la palabra a los miembros de la tribuna que desearan realizar alguna pregunta. Arlén pidió la palabra.
“Nuestra querida Isabelle”, comenzó Arlén, “ha hecho un magnífico discurso. Y sin duda ninguno de nosotros puede discutir el buen juicio que la ha acompañado durante todos estos años. Sin embargo...” Arlén adoptó una afectada pose de duda “...hay algo que me preocupa. Desde el punto de vista de Isabelle, quizá tenga totalmente claro que puede controlar a su discípulo. Pero, ¿y nosotros? ¿Quién de nosotros puede estar seguro de que podrá ser controlado? Yo conozco a Isabelle... y puedo confiar en ella. Pero no lo conozco a él y, por lo tanto, no puedo estar seguro de sus actos”. Arlén nos miró fijamente. “Yo digo que no podemos arriesgarnos a cometer un solo error, pues no tenemos margen de maniobra. ¿Qué ocurriría si los mortales descubrieran nuestra existencia? Hata ahora sólo somos para ellos cuentos y leyendas. Pero eso podría cambiar si entre nosotros hubiera algún elemento incontrolado… como él”, dijo, señalandome.
“¿Y qué sugieres que se haga al respecto?”, preguntó el presidente.
“Lo único que puede hacerse: destruirlo”.
Al oir aquello, me giré hacia Isabelle, mientras el pánico comenzaba a apoderarse de mí. ¿Destruirme?. Aquello no iba bien. Nada, nada bien.
“Tranquilo”, me dijo Isabelle, “ella sabe que no puede conseguir eso del Consejo. No sin mi consentimiento. Tan sólo ha sido una estrategia para ponernos nerviosos”.
En la sala se alzaron murmullos mentales, unos a favor y otros en contra del discurso de Arlén.
“Lo está haciendo otra vez. Maldita zorra”, oí que me decía Isabelle.
“¿Qué está haciendo otra vez?”.
“Dividirnos. Y eso sí es algo que me preocupa”.
Y nada más decirme esto, Isabelle volvió a levantarse del banco y se dirigió a la tribuna.
“Asumo toda la responsabilidad por los actos de mi discípulo”.
Los murmullos comenzaron a apagarse. Arlén sonrió. El tribunal votó esta decisión, que fue aprobada por unanimidad y el presidente dio por concluída la reunión.
Los vampiros comenzaron a abandonar la sala. Antes de que dejarla, Arlén cruzó su mirada con Isabelle. Si se dijeron algo, no pude percibirlo.
Mientras salíamos, Taiel nos dio alcance. Quiso que fuéramos a su despacho para hablar, asi que le seguimos. Una vez allí, comenzó a hablar.
“Siento que las cosas hayan ido así”. Taiel había abandonado el talente risueño que había mostrado en nuestro anterior encuentro y, ahora, su semblante era una máscara de seriedad. “Arlén es muy astuta”.
“Siempre lo ha sido“, dijo Isabelle.
“Pero hemos ganado, ¿no?”, pregunté yo. “El consejo ha aceptado que siga bajo custodia de Isabelle”.
“No es tan sencillo”, respondió Taiel. “Creo que eso era lo que ella pretendía desde un principio. Esperará que cometas algún error… o te inducirá a cometerlo. Y ella estárá allí para dar cuenta de ello. Entonces tendrá una razón para que el Consejo apruebe tu destrucción sin que sea necesario el consentimiento de Isabelle. Y, de paso, provocará la caída en desgracia de ella”.
“Lo que más me preocupa en estos momentos es que Arlén pueda volver a dividirnos”, dijo Isabelle.
“Es cierto que sigue teniendo algunos seguidores incondicionales. Pero de momento están aislados y sin apoyos”.
“Pues esperemos que sigan así”, intervine yo.
Tras despedirnos de Taiel abandonamos el palacio y nos dirigimos hacia nuestra casa.

Mientras cabalgábamos por las calles empredradas de la ciudad, sucedió algo muy extraño. Una voz susurrante en mi cabeza -ni siquiera podría haber asegurado si había sido real o tan sólo imaginaciones mías- pareció dirigirse a mí. Entre el sonido de los cascos de mi caballo resonando en mi cabeza, creí distinguir que la voz me decía: “Pregúntale por qué te salvó”.

Hellcat
Barcelona
19 de julio de 2004

Relatos: Yo, Vampiro (III)

3. El Noviciado.

A partir de ese momento, Isabelle comenzó a ausentarse de vez en cuando del palacio. Cuando me despertaba y salía de la cámara donde estaban nuestros sarcófagos, ella ya no estaba. Volvía unas horas después, ya ahíta de sangre, y entonces ambos salíamos para que yo pudiera cazar.
Al principio no le di mayor importancia. Pero poco después comencé a darme cuenta de que, para mí, sí lo era, pues el hecho de cazar junto a mi creadora reforzaba nuestros lazos. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, ahora Isabelle renunciaba a ello y salía a cazar en solitario.
Me sentía molesto por ello. ¿Era por lo que le había dicho cuando me preguntó si me arrepentía de ser un vampiro? Quizá ella consideraba que ya me había enseñado todo lo que debía aprender.
Pero yo la necesitaba. No se trataba de sus enseñanzas. La necesitaba a ella, a Isabelle. Mi Isabelle...
Decidí seguirla. Así, un día, cuando ella salió del palacio montada en su caballo, yo la seguí. Recorrimos las calles de Constantinopla mientras el último resplandor del sol desaparecía en el horizonte.
Después de cazar una presa en los barrios bajos de la ciudad, momento que yo aproveché para hacer lo propio, se dirigió cabalgando hacia la zona de los palacios y las grandes casa señoriales.
Al llegar ante una gran casa, desmontó y entró en el patio mientras el guarda, un mortal, se hacía cargo del caballo. Mis ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. ¿Isabelle se relacionaba con mortales?
Desmonté a mi vez y decidí esperar, escondido en una esquina, a que ella saliera, pues no podía arriesgarme a entrar por una ventana y ser descubierto.
Al cabo de unos segundos, escuché una voz a mi espalda.
“¿Y bien? ¿No piensas entrar? ¿O me has seguido sólo para quedarte aquí plantado?”.
Me giré rápidamente mientras sentí la vergüenza del chiquillo que ha sido pillado a punto de realizar una travesura. Balbucí unas palabras incoherentes.
Ella alzó la mano en señal de silencio.
“Nada de excusas. Sabía que tarde o temprano me seguirías. Lo que me extraña es que hayas tardado tanto”.
Me enfurecí. Pero no contra Isabelle, sino contra mí mismo, por ser tan previsible. Por ser como un libro abierto para ella.
“Vamos, entremos. Trae el caballo, lo dejaremos dentro.”, dijo mientras comenzaba a andar hacia la puerta.
Al llegar a la maciza puerta de entrada, Isabelle usó la pesada aldaba de bronce para llamar. Se abrió una pequeña portilla y, al otro lado, unos ojos nos escudriñaron durante breves instantes antes de que oyéramos el ruido de pasadores y cerrojos y la puerta se abriera dándonos paso a un gran patio. Junto a la puerta había un hombre de mediana edad. Nos sonrió e hizo una profunda reverencia antes de volver a cerrar la puerta.
Dejé el caballo a aquel hombre y seguimos andando hasta el edificio principal por un camino de tierra con árboles frutales a lado y lado del mismo. Esta vez, la puerta del edificio se abrió antes de que llegáramos a ella. En el umbral aparecieron un hombre y una mujer de gran belleza. Él era bastante corpulento, ancho de hombros, con el pelo corto e iba vestido con unos pantalones holgados hasta los tobillos. Ella era algo más baja, de facciones delicadamente trabajadas por la naturaleza, con miembros finos, pero bien formados. Sus pechos eran redondos y firmes y su cabello, negro y largo, estaba recogido en una cola que caía como una cascada por su espalda. Llevaba una falda por encima de la rodilla. Tanto el hombre como la mujer iban descalzos y desnudos de cintura para arriba.
Nos recibieron con grandes muestras de respeto, sobre todo a Isabelle. Cuando cerraron la puerta, ambos se arrodillaron ante ella adoptando una curiosa postura: las rodillas separadas y el dorso de las manos apoyado en las piernas. Ninguno de los dos nos miraba. Sondee sus mentes. No había miedo en ellas. Percibí un profundo respeto y devoción por Isabelle.
Ella hizo las presentaciones: él se llamaba Kirios y ella, Annel. Después les dijo que se retiraran. El hombre y la mujer se alzaron, hicieron un reverencia y se fueron por uno de los pasillos laterales, dejándonos solos.
Era un palacio de grandes dimensiones, frente a la puerta de entrada, dos grandes escalinatas de mármol blanco conducían al piso superior. A derecha e izquierda, un doble arco daba paso a pasillos profusamente ornados.
“¿Qué es todo esto?”, pregunté a Isabelle.
“Es el Noviciado”.
“¿Un noviciado?”.
“Un lugar donde aquellos mortales que desean el Don son educados y adiestrados mediante la sumisión y la servidumbre hacia nosotros. Tras un periodo de aprendizaje, si el Consejo que dirige el noviciado así lo considera, pasarán a ser de los nuestros. Pero el aprendizaje no es sencillo. Deben pasar duras pruebas y, aún así, eso no garantiza que algún día pertenezcan a nuestra especie. No podemos ir creando vampiros así como así, o llegaría un momento en que la población de mortales sería insuficiente para mantenernos. Eso nos conduciría a enfrentarnos entre nosotros. Sería terrible”.
“Entonces, ¿hay mortales que conocen nuestra existencia? ¡Pero eso es peligroso!”.
Isabelle sonrió, “no somos unos necios, querido. Nosotros tenemos algo que algunos mortales desean desesperadamente: la inmortalidad. Y estarán dispuestos a hacer lo que sea para conseguirla. Incluso pasar el durísimo periodo de adiestramiento a que los sometemos aquí. No nos delatarán, porque entonces perderían la oportunidad de acceder a esa inmortalidad que tanto desean”.
“¿Y yo?. ¿Por qué no me trajiste aquí? ¿Por qué me convertiste directamente?”
“Tu caso es distinto. Estabas muriéndote en aquel lugar infecto que algunos llaman hospital y tuve que intervenir. Además, tengo otras razones…”. Pareció sumirse en sus pensamientos, pero a mí aún me quedaba una pregunta por hacer”.
“¿Eres tú la que dirige este lugar?”
Ella pareció volver de un lugar lejano y respondió. “No… no soy yo. Pero pertenezco al Consejo. En realidad cualquier vampiro, aunque no pertenezca al Consejo, tiene el paso franco a este lugar. Sin embargo, cada uno debe traer a sus propios mortales. Ningún vampiro puede tocar a un mortal mientras éste pertenezca a otro, a menos que se le dé permiso expreso para ello”.
“Entonces, debo entender que tú has traído aquí algún mortal”.
“Hay dos mortales que me pertenecen y que están ingresados aquí: un hombre y una mujer”.
“¿Te refieres a Kirios y a Annel?”.
“Eso es”.
“Supongo que se habrán extrañado de verme contigo. ¿No suscitará eso envidias?”
“Les he educado para que tengan paciencia y no cuestionen mis métodos. Todo tiene una razón de ser y ellos lo saben. El hecho de que tú estés aquí y seas un vampiro no es un hecho casual. Ellos así lo entienden”.
“Pero…”
“No más preguntas. Ya tendremos tiempo de seguir hablando. Ahora vamos arriba. Quiero presentarte a alguien”.
“¿Otro vampiro?”
“Sí. Se encarga de la dirección del Noviciado, aunque debe rendir cuentas al Consejo”.
Me sentí excitado. ¡Por fin iba a conocer a otro inmortal!.
Subimos por la escalinata y avanzamos por un largo pasillo. A lado y lado del mismo se sucedían, a intervalos regulares un sinfín de puertas cerradas. Algunas de ellas eran dobles, dándome la sensación de que la estancia que guardaban debía tener unas dimensiones considerables.
De repente, a unas cinco o seis puertas de distancia de donde nos encontrábamos, se abrió una puerta. Apareció un hombre, que nos miró con manifiesta curiosidad. Enseguida me di cuenta de que era uno de los nuestros: un vampiro. Era la primera vez que veía otro vampiro que no fuera Isabelle. Aparentaba tener unos pocos años más que yo, aunque no muchos más. Sin embargo, era imposible determinar su edad real. Podría haber sido convertido hacía tan sólo unos meses... o quizá arrastrara ya varios siglos de existencia inmortal.
Isabelle no aflojó el paso y yo lo mantuve para no quedar atrás. Me fijé en que el vampiro sujetaba con una mano una especie de correa. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, al final de la correa, apareció una mujer, una mortal, completamente desnuda, excepto por el collar de cuero que rodeaba su cuello y al que estaba sujeto el otro extremo de la correa. Mientras cruzaba la puerta, puede ver que sus manos estaban atadas a la espalda.
Era una mujer joven y bonita, de piel muy morena. No pude apreciar sus facciones todo lo bien que hubiera querido, puesto que mantuvo la cabeza baja en todo momento.
La pareja se cruzó con nosotros en el pasillo. Nadie dijo nada.
“¿Quién es? ¿Lo conoces?”, pregunté a Isabelle.
“No, pero eso no es extraño. Aquí vienen vampiros de muchos lugares para dejar a sus mortales. No existen muchos noviciados en el mundo”.
Isabelle sonrió cuando vio mi expresión de sorpresa.
“Entonces, ¿hay más noviciados?”
“Oh, sí. Hay unos cuantos más, repartidos por las ciudades más importantes de Europa. Pero el de Constantinopla es uno de los más importantes por la cantidad de mortales en él ingresados”.
“Entonces, la mujer que acompañaba al vampiro es su… ¿cómo los llamáis?”
“Sumisa… esclava… depende de las circunstancias…”.
“¿Esclava…? Por cierto, antes has hablado de “pertenencia”…”, inquirí.
“No se trata de una esclavitud propiamente dicha, sino más bien de la entrega de la sumisa o sumiso al vampiro al que pertenecen, de su confianza y de su respeto. En el noviciado, el mortal sirve al inmortal a cambio de protección, alimento y educación”.
“Educación en su entrega al vampiro al que pertenecen”.
“Eso es. Sin embargo, la relación es mucho más profunda, puesto que, en cierto modo, el vampiro también se entrega al mortal, al aceptarle, pues se debe a él como maestro suyo”.
“Creo que lo entiendo. La recompensa ofrecida es la inmortalidad. Y mientras se preparan para ello, nos sirven y nos dan placer. Como una especie de simbiosis”.
“Exacto”.
“¿Y qué ocurre cuando el Consejo considera que un mortal no es apto para recibir el Don?”
“Por nuestra propia seguridad, no podemos permitir que haya mortales fuera de los noviciados que conozcan nuestra existencia y nuestros secretos”.
“Entiendo… ¿Conocen ellos esta norma del noviciado?”.
“La conocen… y la aceptan”.
Seguimos caminando por el pasillo hasta llegar a una puerta de una sola hoja. Isabelle llamó con los nudillos a la puerta. Yo la miré, sorprendido.
“De vez en cuando nos gusta usar las viejas fórmulas”, dijo. “Es…”
“¿Divertido?”, completé la frase.
“Por así decirlo”, dijo ella.
“Oí” la contestación que llegaba del otro lado de la puerta, e Isabelle la abrió. Entramos en una estancia amplia y lujosamente amueblada, con alfombras en el suelo y una pequeña en la que pude ver algunos libros manuscritos y papiros.
Un hombre, que aparentaba algo menos de cuarenta años cuando fue creado se levantó de la silla donde estaba, tras una maciza mesa de madera, para recibirnos.
“Mi querida Isabelle”, dijo, abrazándola, “te echábamos de menos”.
“He estado ocupada. Quiero presentarte a alguien”. Rodeó mi cintura con su brazo. “Esaú, te presento a Taiel. Somos amigos desde hace mucho tiempo”.
Nos dimos la mano. Su apretón fue firme, pero cordial. Taiel era delgado y bastante más bajo que yo. Si fuera mortal, podría haberse dicho que no era en absoluto atractivo. Sin embargo, el aura que lo envolvía gracias al Don, unida a la gran vitalidad que se desprendía de él, lo compensaban de sobras.
“Vaya, en efecto veo que no has estado perdiendo el tiempo”, dijo Taiel separándose de mí para observarme mejor. “Es un joven muy atractivo. Lástima que no lo hubieras traído aquí antes de concederle el Don”.
“Las circunstancias me obligaron a actuar antes”.
“Sin duda, sin duda. No pongo en tela de juicio las razones que hayas tenido para ello. Ya sabes que confío en ti plenamente y que está permitido a los integrantes de los Consejos conceder el Don a quien deseen, siempre que lo comuniquen. Desgraciadamente”, dijo dirigiéndose a mí, “no todos los vampiros gozan del buen hacer de Isabelle. Por eso se crearon los noviciados”.
“Para eso he venido. En realidad esta visita es más oficial que otra cosa. Espero que me perdones por ello. Quería presentar a Esaú al Consejo.”.
“Oh, vamos, vamos. Conmigo no tienes que disculparte. Son muchos años ya…”.
Isabelle sonrió. “Más vale que aproveches el momento. Ya sabes que o soy muy dada a las disculpas…”.
“Muy cierto…”, Taiel se dirigió a mí, “recuerdo una vez, en Francia, cuando…”.
“Taiel, no creo que a nuestro invitado le interesen nuestras viejas historias. Sobre todo “esa” historia… En cuanto tienes la menor oportunidad, no dudas en explicarla. Y sabes que no me gusta que lo hagas…”
Taiel rió. “Oh, seguro que sí le interesaría… pero en fin…”, me guiñó un ojo, “me parece que no me va a dejar que la explique…”. Y añadió, “Me encanta sacarla de sus casillas”.
“Sin duda es algo que se te da muy bien”, dijo Isabelle también riendo.
Me uní a las risas, aunque hubiera dado casi cualquier cosa con tal de haber escuchado la historia.
“Ahora debemos dejarte. Nos veremos dentro de unas horas, en la reunión del Consejo”.
“Claro, claro. Nos veremos luego”. Taiel nos acompañó a la puerta.
Caminamos de nuevo por el pasillo hacia una puerta doble que pude ver al final de éste.
“Taiel es un personaje curioso”.
“En efecto, lo es. Pero no dejes que su aspecto o su jovialidad te engañen. Es uno de los vampiros más poderosos que conozco. Tal vez incluso más que yo”.
Casi me resultaba imposible imaginar que alguien fuera más poderoso que Isabelle, pues, desde que la conocía, la había visto hacer cosas increíbles. Por lo tanto, el poder de Taiel debía ser realmente sobrecogedor.
Mientras caminaba sumido en mis pensamientos, había podido sentir la presencia de mortales e inmortales detrás de las puertas a las que nos dirigíamos, pero nada me había preparado para la escena que pude contemplar cuando Isabelle las abrió y pude entrar en aquella estancia.
Era muy amplia. Probablemente ocupaba todo el extremo de aquella planta del edificio. Había dos vampiros en ella, que saludaron a Isabelle con un gesto de la cabeza. Ella hizo lo propio mientras caminaba delante de mí.
La habitación estaba equipada con toda clase de mobiliario –no sabría definirlo de otra forma- y artilugios con aspecto de haber sido sacados de una sala de tormentos: potros, cruces de San Andrés, mesas con argollas… y armarios repletos de material: látigos, paletas, pinzas de extrañas formas, cadenas, grilletes, muñequeras, pesas… También puede ver que había varios sofás y sillas repartidos por la sala.
Pero lo que más me llamó la atención fueron los mortales. Había tres: dos mujeres y un hombre completamente desnudos. Ninguno de ellos hizo el menor gesto al entrar nosotros. Su atención se centraba, única y exclusivamente, en los que, sin duda, eran sus Amos.
Uno de los vampiros, un hombre joven, mantenía a su esclava mortal atada con cadenas a una pared. Su cuerpo mostraba signos recientes de haber sido azotada. Ahora su dueño la miraba mientras le hablaba con palabras que enviaba directamente a su mente. Sorprendentemente, ella no mostraba miedo u odio tras haber sufrido aquel castigo. En su mirada solo vi devoción.
El otro vampiro era una mujer. Estaba sentada en uno de los sofás, mientras contemplaba a sus mortales, el hombre y la otra mujer, que permanecían arrodillados ante ella en una curiosa posición: con las rodillas separadas, las nalgas apoyadas en los talones y el dorso de las manos apoyados en las piernas. No la miraban a ella, sino que mantenían la mirada fija en algún punto del suelo.
“Esta es una de las dos mazmorras o salas comunes de que dispone el noviciado. Aquí podemos disciplinar a los mortales, ya sea porque hayan cometido una falta o, simplemente, porque su Amo inmortal considere que debe hacerlo como parte de su educación”, explicó Isabelle. “La otra sala se encuentra en el lado opuesto de esta planta y es exactamente igual que ésta”.
Me sentí fascinado por aquel lugar. Todos aquellos instrumentos que seguramente habrían sido utilizados cientos de veces con los mortales. Me imaginé los látigos, unas veces tan sólo rozando, otras veces azotando los cuerpos desnudos de los mortales allí recluidos... los gemidos... las palabras de consuelo que les dirigirían sus dueños... Cerré los ojos por un instante. La excitación inducida por mis pensamientos me hacía perder la concentración.
Pero eso no era todo. Me aturdía la realidad de todo aquello: el hecho de que hubiera mortales capaces de soportar todo aquel dolor, toda aquella humillación, a cambio de la lejana posibilidad de que un día pudieran alcanzar la inmortalidad. ¿Tanta era su desesperación? Era un contrasentido. Intentaban ganar la inmortalidad… arriesgándose a morir en caso de que el Consejo decidiera que no eran aptos para ello. Dilapidaban sus efímeras vidas en su entrega a nosotros, jugándoselo todo a una carta: o la inmortalidad, o una corta vida de sumisión y sufrimiento.
Hice partícipe a Isabelle de mis pensamientos.
“Te haces demasiadas preguntas. Nosotros no les obligamos a servirnos. Lo hacen por propia iniciativa.”
“Pero, ¿cómo contactan con nosotros?”.
“Unas veces lo descubren por sí mismos, bien por un descuido de alguno de los nuestros, bien por simple casualidad. Pero la mayoría de las veces somos nosotros quienes los elegimos, tras estudiarlos detenidamente, tal y como yo hice contigo. Es mejor de esta forma, pues, como ya te dije, no todos los mortales son aptos para recibir el Don. Sin embargo, incluso cuando son ellos los que descubren nuestra existencia, les damos la oportunidad de demostrar que son dignos de convertirse en uno de los nuestros”.
“¿Y qué ocurre cuando se niegan a servirnos?”.
“Ya te dije que no podemos permitir que ningún mortal, fuera de los muros de los noviciados, conozca nuestra existencia”.
“Entonces sí les estamos obligando a servirnos. Les seleccionamos y les forzamos a elegir entre la servidumbre o la muerte”.
“Siguiendo tu línea de razonamiento, tu caso es peor. A ti ni siquiera te di ocasión de decidir. Simplemente te di el Don. ¿Acaso me odias por ello?”
“De sobra sabes que no es así. Pero mi caso era diferente. Mi muerte era inminente”.
“¿Inminente? Debes aprender a ver las cosas desde nuestro punto de vista, Esaú. ¿Qué es la corta vida de un mortal comparada con nuestra dilatada existencia? Morir a los veinte años o a los sesenta… la diferencia no es palpable para nosotros”.
Intenté un último argumento. “Entonces tratamos a los humanos sin ningún respeto. Más aún si tenemos en cuenta que, una vez, nosotros también fuimos mortales. Y, en cierto modo, al faltarles al respeto a ellos nos lo faltamos a nosotros mismos”.
Isabelle sonrió. “Hablas y hablas sobre respeto y amor hacia los mortales. Pero yo te he visto cazar. Te vi jugando con aquella pobre mujer… como entraste en su mente… como la manipulaste… Disfrutas cazando, Esaú. Gozas con el placer y el dolor que proporcionas a los mortales. Y, finalmente, acabas con sus vidas. Está en nuestra naturaleza, querido. No puedes luchar contra ello”.
Negar lo evidente no conducía a ninguna parte. Sí, disfruté profundamente con aquello. Morder a la víctima, poseerla física y mentalmente, saciar mi Sed con su sangre…
“Te conozco Esaú. Ahora eres de los nuestros. Te gustará el Noviciado”.
Mi intuición me decía que así sería. Por mucho que me esforzara en negárselo a ella y a mí mismo, mi naturaleza había cambiado. Era un vampiro… con todo lo que eso conllevaba. Pero aún así, una parte de mí se resistía a aceptarlo con todas sus fuerzas.
“Ven conmigo”, dijo Isabelle.
“¿Adónde?”.
“A mis habitaciones privadas, donde están Annel y Kirios. Tenemos tiempo de jugar con ellos antes de que se reúna el Consejo.”.
Salimos de la sala y cerramos las puertas cuidadosamente, procurando no hacer ruido. Andamos por el pasillo hasta llegar a una puerta lateral. Isabelle se comunicó mentalmente con sus esclavos y abrió la puerta, que no estaba cerrada.
Ambos se encontraban arrodillados tras la puerta, en la misma posición que mantenían los dos esclavos que había visto en la sala común. De nuevo me extasié ante la belleza de aquel hombre y aquella mujer. ¿Cómo era posible que, siendo mortales, fueran tan hermosos?. Se me ocurrió que quizá Isabelle les había dado unas gotas de su propia sangre. No en cantidad suficiente como para concederles el Don, pero sí como para que su aspecto fuera digno de servir a los propósitos de su dueña.
Entramos en la estancia, rodeando a Kirios y a Annel, que continuaron arrodillados sin mover un solo músculo. Mientras, Isabelle se dedicaba a mostrarme las dependencias que componían sus habitaciones. El recibidor, donde se encontraban arrodillados los mortales, era una pequeña estancia limitada por la puerta exterior que daba al pasillo que habíamos recorrido y otra puerta interior que se abria a una amplia estancia que hacía las veces de salón. Como el resto del edificio, estaba lujosamente adornado, con muebles construidos a base de maderas nobles con cristaleras del más fino material, alfombras y tapices, divanes y un largo etcétera que haría las delicias de cualquier persona, mortal o inmortal, por muy refinados que fueran sus gustos.
A un lado del salón de abrían otras dos puertas. Una de ellas daba paso al dormitorio de Kirios y Annel. Si bien la decoración no era tan lujosa como la del salón, la estancia estaba limpia y bien acondicionada.
La otra habitación era una reproducción de la sala común que acabábamos de visitar, aunque de menor tamaño y con menos mobiliario. Sin embargo, estaba perfectamente adaptada a su función.
“Todas las habitaciones privadas”, explicó Isabelle, “tienen esta misma disposición, aunque son sus inquilinos quienes la decoran según sus gustos y preferencias”.
Volvimos al salón. Con un ademán, Isabelle me invitó a tomar asiento en un amplio sofá. Me senté en un extremo y ella se sentó junto a mí. La puerta del recibidor estaba abierta y podía ver a Kirios y Annel de espaldas a nosotros, aún de rodillas. Isabelle sonrió.
“Sé que quieres jugar con ellos. Lo veo en tus ojos”. A continuación “oí” cómo los llamaba. “Kirios, Annel, venid aquí”.
Los mortales se levantaron y, sin decir nada, vinieron hasta el sofá y volvieron a arrodillarse, ahora ante nosotros.
“Míralos, Esaú. Dentro de unos minutos estarás jugando con ellos… y disfrutarás con su sufrimiento, con cada gemido… Antes me hablaste de amor y respeto… pero hay muchos caminos para llegar al amor y al respeto”.
“Me confundes con tus palabras. Juegas a atormentarme. ¿También disfrutas con mi sufrimiento?”.
“No te atormento, querido. La lucha tan sólo tiene lugar en tu interior. Yo sólo intento mostrarte un nuevo camino. Ama y respeta a los mortales… pero hazlo a nuestra manera. De hecho no tienes alternativa, pues tu naturaleza…”.
“Conozco mi naturaleza… y a lo que me condena”.
“¿A qué, según tú, te condena?”.
“Me condena a matar a aquellos a los que amo. ¿No te das cuenta de la contradicción? Mi naturaleza inmortal me empuja a amar y envidiar a los mortales por lo que son… pero, al mismo tiempo, debo matarlos para sobrevivir”.
“Ciertamente, debes cazar para sobrevivir. Pero hay una parte de ti que sigue empeñada en verlo todo desde un punto de vista mortal. ¿Cuándo te darás cuenta de que ya no eres uno de ellos?”.
“¿Cómo lo haces? ¿Cómo lograste superarlo?”.
“Con tiempo. En realidad no planteas nada nuevo, Esaú. Todo vampiro ha hecho estas mismas preguntas a su creador desde que el Don existe. Pero más allá de ellas, el resultado siempre es el mismo. Tu naturaleza acabará imponiéndose y dejarás de cuestionarte a ti mismo”. Isabelle miró a Kirios y Annel. “¿Crees que yo no los amo? Yo los elegí, he saciado mi Sed con ellos, les he enseñado a servirme, soy su dueña... Sí, Esaú, les amo. Pero el amor que siento por ellos es diferente del que sentiría si fuera mortal, pues el amor entre mortales es vulnerable a la distancia y al paso del tiempo. En cambio, el amor que yo les ofrezco trasciende estos límites que, para nosotros, los inmortales, no significan nada. ¿Es esto reprobable? Kirios y Annel son afortunados por haber sido elegidos”.
“¿Y si el Consejo decide finalmente que no son dignos de recibir el Don? ¿No verán en tus palabras una cáscara vacía?”.
“Si eso sucediera, aún podrán decir que han tenido acceso a un mundo con el que jamás hubieran soñado. Han experimentado sentimientos y sensaciones vedadas para el resto de los mortales. Aunque su vida sea corta en comparación con otros mortales, la habrán vivido plenamente. Y si tanto te preocupa su bienestar, te invito a que entres en sus mentes y averigües por ti mismo las respuestas”.
Aceptando la invitación de Isabelle, miré a Annel, que, de los dos, era la que estaba arrodillada frente a mí y sondeé su mente. Tal y como Isabelle decía, no encontré ni rastro de miedo o resentimiento, sino un profundo amor por ella y un gran anhelo de servirla y complacerla.
“Esta bien”, dije, “no me queda más remedio que rendirme a la evidencia. Pero me costará acostumbrarme a ello. Dame tiempo”.
Isabelle se inclinó hacia mí y me besó en los labios. “Todo el que necesites, querido”. A continuación se levantó del sofá.
“Dadas tus preferencias, te dejo a la mujer. Puedes ir a la mazmorra, si te place. Yo me quedaré aquí con Kirios”.
No pude dejar de sentir una punzada en le corazón cuando me dijo aquello. Sabía que Kirios no era mi rival. Al menos no ahora, que aún era mortal. Sabía que los celos estaban fuera de lugar. Sin embargo era algo que podía evitar. ¿Tendría ella la misma sensación al saber que yo estaría con Annel?. Pensé que no sería así, ya que la idea había partido de ella. Me dije a mí mismo que debía desechar esos pensamientos, pues eran totalmente absurdos. Isabelle era mi creadora y mi pareja. Sin embargo, agradecí que me ofreciera entrar en la mazmorra pues no estaba preparado para verla jugar con Kirios.
Mientras me levantaba del sofá y comenzaba a andar hacia la mazmorra, Isabel, dirigiéndose a Annel, dijo “ve con Esaú”.
Ella se levantó y caminó detrás de mí. Abrí la puerta y esperé a que ella traspasara el umbral. Luego la cerré y ambos nos quedamos solos en la estancia. Sin que le dijera nada, ella puso sus manos a la espalda mientras separaba ligeramente las piernas. Sin duda Isabelle la había enseñado a observar un estricto protocolo en su presencia.
Tras dar una vuelta a su alrededor, alargué una mano para quitarle la falda. Ella no hizo ningún movimiento. Tan sólo se quedó allí, desnuda, esperando.
Era la primera vez que podía contemplarla así. Caminando de nuevo a su alrededor admiré sus nalgas redondas y firmes, cómo su cuerpo se estrechaba desde su pecho hasta llegar a la cintura, para volver a ensancharse en las caderas, sus largas piernas...
“Pon las manos en la nuca”.
Contemplé cómo sus pechos se erguían, desafiando la gravedad. Ahogué el impulso de saltar sobre ella y poseerla allí mismo, sobre el suelo de la mazmorra. Me limité a situarme detrás y rodear su cuerpo con mis brazos para acariciar sus senos. Apreté mi cuerpo contra el suyo y cerré los ojos, concentrándome en su suave tacto, mientras los acariciaba suavemente, en círculos.
Colmado de lujuria, le susurré al oído, por encima del hombro.
“No sé lo que Isabelle habrá hecho contigo durante estos años. Pero sí puedo asegurarte una cosa: recordarás el día de hoy”.
Comencé a besarle los hombros y el cuello. Cuando le mordisqueé el lóbulo de la oreja, empezó a respirar más pesadamente.
Entonces así sus pezones entre los dedos pulgar e índice y apreté, al principio ligeramente, pero aumentando la presión progresivamente. Deseaba llegar a su límite… deseaba oírla gritar. Noté cómo tensaba el cuerpo mientras intentaba no sucumbir al dolor. Pero yo seguí ejerciendo presión hasta que, al fin, Annel gritó. ¡Y qué dulce fue, a mis oídos, su queja! Aflojé los dedos al instante. Me situé frente a ella y, rodeándola con mis brazos, la besé apasionadamente.
No entraré en excesivos detalles sobre lo que hice con Annel. Baste decir que arranqué de ella gemidos de placer, pero también de dolor. Me suplicó muchas veces que cesara el tormento… pero también que continuara el placer, que éste no tuviera fin. Y yo me encargue de que placer y dolor se mezclaran de forma indistinguible. De que Annel no pudiera discernir dónde acababa uno y comenzara el otro.
Al acabar la sesión dejé que ella se acurrucara junto a mí, hundiendo su mejilla en mi pecho, mientras yo le acariciaba la espalda. Aspiré el perfume de su cabello y le dije lo feliz que me había hecho su entrega. Annel alzó la mirada y se separó ligeramente de mí para hablar.
-Si me permitís que os lo diga, mi Señor, con el beneplácito de mi Dueña he sido vuestra esclava y he disfrutado del encuentro. Tal y como me anunciasteis, lo recordaré con agrado durante mucho tiempo y, si mi Señora tiene a bien concederme de nuevo permiso para ello, estaré encantada de ponerme en vuestras manos cuando Vos gustéis.
Y volvió a refugiarse en mis brazos.
Tras unos minutos, ambos salimos y nos reunimos con Isabelle y Kirios. Isabelle estaba vestida y Kirios estaba de nuevo arrodillado a sus pies… o quizá es que nunca se levantó. No me atreví a preguntarle a Isabelle qué habían hecho, y ella tampoco me lo dijo.
Cuando nos vio salir, se limitó a decir. “Debemos irnos. El Consejo se reunirá dentro de un momento”.
Nos despedimos de Kirios y Annel. Isabelle impartió algunas instrucciones y salimos al pasillo.
Mientras caminábamos, pensé en la conversación que había sostenido con Isabelle hacía un rato. Ahora, la parte de mí que rechazaba mi naturaleza vampírica comprendía que ella tenía razón. No podía renunciar a mí mismo. Para bien o para mal, yo era un vampiro. Y había aprendido que era capaz de gozar plenamente… aunque tuviera que utilizar a los mortales para ello.

Hellcat
Barcelona
28 de junio de 2004

Relatos: Yo, Vampiro (II)

2. Isabelle.

La siguiente noche fui despertado por la Sed. Aparté la pesada tapa de piedra del sarcófago y subí hasta la primera planta. Mi instinto me llevó hasta la biblioteca, donde Isabelle leía sentada en un sillón.
“Has tardado en despertarte”, dijo mientras cerraba el libro, “llevo levantada desde el anochecer”.
Me asomé a una de las ventanas y comprobé que, efectivamente, ya era noche cerrada y las sombras protectoras cubrían la ciudad.
Isabelle me cogió de la mano y me llevó por la casa hasta una puerta que comunicaba ésta con las caballerizas. “Vamos”, me dijo con una sonrisa, “salgamos”. Al llegar junto a los caballos yo intenté besarla, pero ella detuvo mi ademán suavemente. “Cacemos primero”.
Me molestó un poco que hiciera eso. ¿Acaso no era ella mi creadora? ¿Acaso no era mi amante? ¿O no lo era? Realmente, ¿qué me hacía pensar que yo era el único a quien amaba?
Cuando ella se disponía a montar, la retuve. “¿Hay otros aparte de mí?”.
“Si te refieres a si somos los únicos vampiros, la respuesta es no. Hay muchos más”
“Sabes a qué me refiero”.
Ella volvió a sonreir. Su sonrisa era para mí como un elixir de vida. Cuando lo hacía, mostraba unos dientes blancos, perfectamente distribuidos y enmarcados por unos labios ahora pálidos a causa de la Sed, pero que pronto se tornarían rosados… cuando hubiera bebido.
“Sí, sé a lo que te refieres. No hay otros, aparte de ti”.
Aflojé mi presa y montó. Yo la imité y ambos salimos del edificio en dirección a los barrios bajos.
Aquella noche pude ver, por primera vez, como cazaba mi creadora. Cuando se abalanzó sobre su presa, no sólo vi, sino que también sentí, cómo Isabelle se transformaba en una especie de animal salvaje. No quiero decir con esto que su forma física cambiase, pues no fue así. Pero a mis ojos la transformación tuvo lugar. Había algo hermoso y primigenio en sus movimientos. Algo felino, tal y como pensé la primera vez que la vi.
Yo cacé un hombre. No me fue difícil, puesto que mi fuerza física era muy superior a la suya. Pero su sangre… no sé cómo explicarlo. Noté una cierta diferencia con respecto a la de la mujer que había cazado la noche anterior. La sangre de la mujer había tenido un sabor dulce, agradable. Un sabor que había colmado todos mis deseos y expectativas. Sin embargo, la sangre de aquel hombre, aunque había saciado mi Sed, no me había llegado tan profundamente como la de la mujer.
Quizá la diferencia estribara en algún remanente de mi heterosexualidad mortal, cuando rechazaba cualquier contacto carnal con hombres –al fin y al cabo, la caza de mortales tiene un fuerte componente carnal-. O quizá fuera que la primera vez que un vampiro caza, la sangre así conseguida sabe diferente. No lo sabía a ciencia cierta.
Hice partícipe a Isabelle de mis pensamientos.
“A mí me es indiferente cazar hombres o mujeres”, me explicó. “Sin embargo sí he oído que hay vampiros que prefieren una sangre determinada, aunque confieso que desconozco la causa. Me dices que el sabor es direrente. Que no experimentas las mismas sensaciones. Me parece tan buena explicación como cualquier otra. Nadie nos obliga a seguir unas determinadas reglas durante la caza. Puedes hacer lo que te plazca”.
Aún hoy, sigo sin conocer la razón de que prefiera la sangre de las mujeres a la de los hombres. Pero desde entonces hasta ahora, más de nueve siglos después, salvo en contadas excepciones, sólo he cazado mujeres.
Aquella fue la primera vez que constaté que Isabelle no conocía todas las respuestas a mis preguntas. Supuse que había muchas cosas que los vampiros desconocíamos de nosotros mismos.

Durante las semanas siguientes, Isabelle me instruyó sobre la vida del vampiro y sobre mis nuevos poderes. Mejoré sensiblemente mis abilidades como manipulador de mentes, que no dudaba en poner a prueba con mis víctimas mortales.
En una ocasión elegí como presa a una mujer a la que tan solo unos minutos antes había visto robar, con manos hábiles, a un hombre con el que fingió un choque accidental en una calle estrecha.
Tras llevarla a un lugar tranquilo y seguro donde poder dar cuenta de ella, y cuando ya me disponía a tomar su sangre, Isabelle me habló.
“¿Por qué no la usas para probar tu control mental?”.
“¿Ahora?”.
“Es tan buen momento como cualquier otro”.
Miré a la mujer. Pese a mantenerla inmovilizada con mi mente, sus ojos expresaban todo el miedo que sentía. Sondeé sus pensamientos. Tenía miedo. La habíamos raptado, la habíamos llevado hasta un lugar solitario y, mediante algún tipo de “sortilegio”, impedíamos su fuga al mantener su cuerpo inmovilizado. Aquel hombre y aquella mujer de manifiesta hermosura que tenía ante ella, vestidos con lujosos ropajes, podían parecer dos excéntricos y acaudalados personajes, pero ella bien sabía lo que eran en realidad: demonios.
¿Y qué hacían los demonios con las mujeres mortales? Las poseían. Las violaban. Se contaban historias… terribles historias sobre mujeres que habían sufrido el ataque de demonios. Seres que no tenían otra cosa que hacer más que divertirse a costa de los mortales, usándolos para sus depravados juegos.
Me reí con ganas. Despues de todo, aquella mujer no iba muy desencaminada en sus pensamientos.
Y pensaba que iba a ser violada... Bien, ¿quién era yo para defraudar sus espectativas?.
Aflojé la presión mental sobre ella lo suficiente como para que recuperara el control de sus brazos, pero no escapar.
-Desnúdate, mujer- le ordené con voz firme.
Vi en su mirada la confirmación de sus temores. La mujer no se movió. Seguía de pie, frente a mí, haciendo visibles esfuerzos por salir corriendo. Por escapar de los demonios. Pero los demonios no iban a dejar que huyera.
Volví a aferrarme a su mente y desdoblé su conciencia. Ejercí en una parte el control suficiente como para obligarla a llevar sus propios brazos hasta la abotonadura de su vestido y que comenzase a desabrocharlo, mientras dejaba libre la otra parte. Sus ojos se desorbitaron de horror al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, pues la parte libre de su mente era consciente en todo momento del control que estaba ejerciendo sobre la otra parte. Ella sentía sus brazos como un elemento ajeno, aunque integrado en su cuerpo. Y no podía hacer nada por evitar ser desnudada con ellos, ya que ahora estaban bajo mi control.
“Eres terrible, querido”, dijo Isabelle regocijándose en el espectáculo.
Avancé hacia la mujer, ya desnuda ante mí y caminé alrededor de ella, observando su cuerpo, postergando el momento de tomarla. Ella lloraba. Isabelle reía.
Me situé junto a mi creadora y juntos observamos a la mujer.
“Eres uno de los seres más depravados que he conocido”.
“Entonces, ¿soy digno de ti?”, repliqué sonriendo.
“Sin duda”, respondió ella devolviéndome la sonrisa.
Me liberé de mis vestiduras y salté sobre la mujer. La miré a los ojos mientras entraba en ella, asegurándome en todo momento de que la parte de su mente que yo mantenía libre fuera consciente de todo lo que estaba ocurriendo.
Decidido a llevarla a un profundo clímax, me concentré en la tarea de darle placer y, cuando sentí que éste comenzaba, clavé mis colmillos en su cuello y comencé a succionar.
Mientras mi cuerpo se alimentaba con su sangre, mi mente lo hacía con las sensaciones que emanaban del cerebro de la mujer. Estaba seguro de que jamás había experimentado un placer físico y mental como el que estaba sintiendo en aquellos momentos… que estaban siendo los últimos de su vida.
Besé sus labios, ahora pálidos con toda la ternura de la que fui capaz y me levanté, dejándola tendida en el suelo.
“¿La amas?”, me preguntó Isabelle, mirándome, mientras me vestía.
“Me ha dado todo lo que era. No puedo dejar de amar a quién me lo ha dado todo”.
“No te entiendo”.
“Lo sé”.
“Creo que te implicas demasiado con los mortales. Deberías mantener las distancias. Es peligroso para nosotros acercarnos tanto a ellos. Algunos inmortales han amado tanto a los humanos que han llegado a la locura al darse cuenta de que, pese a sus poderes, no pueden retenerlos en este mundo”.
“Pero pueden darles el Don”.
“¿A todos?”, dijo Isabelle con un gesto de incredulidad.
“De acuerdo, no a todos, pero sí a aquéllos de cuya compañía no puedan o no sepan prescindir”.
“No es tan sencillo. Uno nunca sabe qué resultado va a obtener al conceder el Don. Es difícil controlar a un vampiro, incluso por parte de otro vampiro”.
“Entonces tú corriste un riesgo al concederme el Don a mí”.
“En cierto modo, sí. Pero fue un riesgo calculado. Antes de que te hirieran te había estudiado en profundidad”.
Me mantuve en silencio unos segundos, meditando sus palabras. “Condecer el Don…”. Quizá algún día yo también se lo concedería a algún mortal.
“Antes has hablado de “nosotros”. ¿Cuándo conoceré a a otros vampiros?”.
“Muy pronto, querido, muy pronto”.
Abandonamos el lugar cogidos de la mano.

En aquel tiempo mis preguntas eran constantes y cada explicación de Isabelle generaba otras nuevas que ella, con la paciencia de una maestra que instruye a un chiquillo, se esforzaba en contestar.
Una noche, mientras paseábamos por las calles de la ciudad, le pregunté quién la había creado. Hasta ese momento sus respuestas siempre habían sido rápidas y precisas. Pero cuando le hice esa pregunta, pareció perderse en viejos recuerdos. Sin duda, la transición entre la vida mortal e inmortal era siempre traumática.
“Hace mucho tiempo de eso. No deseo hablar de ello”
“Pero antes de mí estabas tú. Y antes de ti hubo otro. ¿Y qué hubo antes que él?”.
“Son preguntas cuya respuesta desconozco”, suspiró. “Pero si tanto te interesa te diré que fui creada hace más de novecientos años. Vivía con mi marido y mi hija en un pueblo de Germania. Los soldados romanos asaltaron el poblado en una de sus habituales operaciones de castigo para mantener sus fronteras libres de incursores. Estábamos en nuestra casa cuando oímos los primeros gritos y los cascos de los caballos romanos. Mi marido tomó su espada y salió de nuestro hogar indicándonos que no nos moviéramos de allí. Fue la última vez que lo vi. Al cabo de un rato, la puerta se abrió con violencia y entró un grupo de soldados romanos. Nos violaron a las dos… una y otra vez. Se turnaban para ello. Vi cómo mi porpia hija moría mientras era violada por aquellos salvajes sin escrúpulos. Ojalá los tuviera ahora ante mí.”
Isabelle lloraba. Su cara se había se había transformado en un máscara donde se mezclaban el horror y la furia apenas contenida. Cuando pronunció la última frase sentí miedo. Percibí una fuerte oleada de odio emanando de ella. Aquellos romanos nunca sabrán la suerte que tienen de estar muertos y enterrados, pues a buen seguro que Isabelle les hubiera proporcionado una muerte mucho más cruel que la que sufrieron.
Su semblante pareció apaciguarse un poco y continuó con el relato.
“Cuando los soldados abandonaron la casa, hacía ya rato que el ruido de la batalla había dado paso a los sonidos propios del saqueo: gemidos, gritos, risas, el crepitar de las llamas que prendían en la madera de las casas… Yo yacía en el suelo, desnuda y ensangrentada. Del techo comenzaron a surgir volutas de humo. Estaba ardiendo. Como pude, me arrastré hasta el exterior. El panoramam era desolador: cuerpos sin vida por todas partes, niños llorando junto a los cadáveres de sus madres, casas ardiendo… No sé el tiempo que pasé tendida allí, sin pensar en nada, en un estado de semiinconsciencia, pero sí recuerdo haber visto mi hogar convertido en un montón de pavesas humeantes antes de sentir cómo era elevada por los aires y llevada hasta algún lugar fresco. Mi salvador, como ya te puedes imaginar, era uno de nosotros. Su nombre era Nafir. Me dio a elegir: la muerte o el Don. Aún rota por el dolor del recuerdo de mi marido y mi hija, elegí la inmortalidad. Muchas cosas pasaron desde entonces entre ambos… Él me enseñó a desenvolverme con mi nueva identidad inmortal, tal y como yo estoy haciendo contigo. Sin embargo, hace ya varios siglos que no veo a Nafir. No sé si aún existe o, por el contrario, ya abandonó este mundo”.
“¿Decidisteis separaros?”.
Isabelle esbozó una amarga sonrisa. “Lo decidió él”.
Sentí una punzada en el corazón. “Entonces”, murmuré, “después de todo, sí hay otro”.
Ella se situó frente a mí, me rodeó la cintura con sus brazos y me besó en los labios. “Aquello sucedió hace mucho tiempo. Ahora estás tú”.
“¿Me abandonarás algún día?”
“No se me otorgó el poder de ver el futuro”.
“Esquivas mi pregunta”.
Isabelle suspiró. “De verdad que no lo sé. Es posible que algún día sea necesario. Por ti o por mí”.
Me sentí un poco abatido. No me imaginaba mi existencia inmortal sin tener a Isabelle a mi lado. Si ella me abandonaba algún día…
“¿Qué hace un vampiro cuando se cansa de vivir?”
“Lo mismo que cualquier mortal: quitarse la vida. Ya te conté que sólo hay dos formas de acabar con nosotros: mediante el fuego o mediante la luz del Sol. De todos modos, si alguna vez sientes tentaciones de quitarte la vida, te recomiendo el fuego. Es menos doloroso que el Sol... Pero deja que acabe el relato. Ahora que he comenzado a contártelo, me apetece hablar de ello. Cuando Nafir me dejó”, continuó Isabelle,” estuve muy mal durante un tiempo. Incluso pensé en acabar con mi existencia.“
“Te entiendo”.
Isabelle me miró y sentí como su mano apretaba ligeramente mi cintura.
“Viví durante años”, continuó ella, “sin ningún objetivo. Sin nada que hacer más que cazar. Me divertía seduciendo a los mortales, jugando con ellos… Organizaba fiestas, conciertos… No había noche en que no acabara en la cama con un hombre, o una mujer… o varios. Supongo que intentaba llenar de alguna forma el espacio dejado por Nafir al marcharse. Pero todo era inútil. Estaba al borde de la locura… Y, un día, mi locura me hizo sufrír un accidente. Estuve a punto de ser destruída. Y tuve miedo. Comprendí que no quería que mi existencia acabara. Entonces abandoné el lugar y a todos los que conocía y me dediqué a recorrer el mundo. No hay mucho más que contar”.
Permanecí unos segundos en silencio. “Siento que ya no estés con Nafir”, dije.
“Da igual. Ya no soy la Isabelle que él conoció y a la que otorgó el Don. Soy más… pero también soy menos”.
Empezaba a comprender a Isabelle. La mortalidad perdida siempre suscitaba en nosotros la angustia de lo que una vez fue y ya no podemos recuperar. Nuestra inmortalidad, nuestra belleza imperecedera, nuestros poderes… son lo único que los mortales perciben en nosotros. Pero ellos son incapaces de ver más allá. No acceden a nuestros pensamientos como nosotros accedemos a los suyos. No pueden percibir nuestra angustia ante la certeza de que no hay descanso para los de nuestra especie.
Mis pensamientos volvieron de nuevo al origen de Isabelle. Nafir… si viviera, ¿qué poderes tendría? ¿Qué saber habría cumulado a través de tantos siglos de existenicia? ¿Y quién habría creado a Nafir? Y antes de su creador, ¿qué?.
Decidí que, algún día, buscaría a Nafir. Que le preguntaría cuál era nuestro origen. Pensé que, con el tiempo, aprendería quiénes somos y cómo aparecimos sobre la faz de la tierra. Pero también en esto, como en muchas otras cosas, me equivoqué. En novecientos años no he encontrado respuestas a este misterio. Aparecimos y existimos, pero desconozco por qué. Quizá nuestra misión sea reinar sobre todas las criaturas. Pero, entonces, ¿por qué se nos hizo vulnerables a la luz del Sol? O quizá nuestra razón de existir sea controlar la siempre creciente población de mortales como un depredador de orden superior. Pero ellos siguen multiplicándose…
Seguimos paseando cogidos de la cintura.

Isabelle y yo siempre regresábamos antes del amanecer al palacio y hacíamos el amor cada noche, abrazándonos, tomando y dándonos nuestra sangre hasta que las luces del alba nos obligaban a desenlazar nuestros cuerpos y retirarnos a nuestros respectivos sarcófagos para descansar.
En una ocasión, después de que hubiéramos hecho el amor y rompiendo un silencio que duraba ya varios minutos, Isabelle me dijo: “¿Te arrepientes de ser lo que eres?”.
“¿Cómo puedo arrepentirme?”, le dije, sinceramente sorprendido. “Sin el Don estaría muerto”.
“Pero no te di a elegir. Yo puede elegir, pero tú no”.
Entonces la estreché entre mis brazos y la besé con toda la pasión de que fui capaz. “No me arrepiento”.
Ella correspondió a mi abrazo, e hicimos de nuevo el amor mientras yo murmuraba, esta vez con mi propia voz.
-Isabelle… mi Isabelle… mi reina… mi diosa…

Hellcat
Barcelona
16 de junio de 2004

Relatos: Yo, Vampiro (I)

1. Mi nacimiento.

Mi nombre es Esaú, y soy un vampiro. Durante más de novecientos años no he sentido necesidad alguna de contar mi historia. Sin embargo, es ahora, tras tanto tiempo en las sombras, cuando deseo dar a conocer mi existencia. No sé si el lector alcanzará a entender mis razones para ello, pero tampoco me importa demasiado. A lo largo de los años he sido testigo de cosas maravillosas, pero también de terribles atrocidades. ¿De qué sirve haber vivido tanto tiempo y haber acumulado tantos conocimientos si no puedo transmitírselos a nadie? Del mismo modo que no tendría ningún sentido componer la más hermosa melodía si no hay nadie que pueda escucharla, ¿qué sentido habrá tenido mi existencia si nadie llega a conocerla?.
No piense el lector que mi vida está llegando a su fin. No estoy cansado de vivir. Al menos no todavía. Pero supongo que el tiempo ha acabado haciendo mella en mí. Los tiempos cambiantes y el mundo, siempre en constante evolución, han conseguido mantener mi interés durante más de nueve siglos. Sin embargo, son los mortales los que siempre me han cautivado. Los mortales, a los que amo y envidio al mismo tiempo. Por su eterna esperanza de un mundo mejor, que les hace fuertes. Por su mortalidad, que les da el descanso eterno. Por sus sentimientos exacerbados, que les hacen sentir vivos cada instante de su vida.
Pero al fin, tras tanto tiempo viviendo entre ellos he comprendido que, a través de los siglos, sus esperanzas y temores siguen siendo los mismos. Sondeo sus mentes y no soy capaz de encontrar diferencias entre un mortal del siglo XI que viviera en Francia y otro del siglo XXI que viva en Japón. Poder, riqueza, amor… Los mortales son tan simples en su existencia y, al mismo tiempo, tan fascinantes, que me cuesta creer que una vez fui uno de ellos.

Apenas recuerdo nada de los primeros años de mi vida mortal. De vez en cuando surgen de mi mente imágenes breves e inconexas de paseos a caballo con mi padre mientras me mostraba las tierras que algún día llegarían a ser mías, de mi aprendizaje en el manejo de las armas, del rostro de mi madre... Tan solo retazos de un pasado perdido en el tiempo.
Nací a la mortalidad en el año 1076, en los reinos cristianos del norte de España. Mi vida transcurría sin sobresaltos, en el castillo de mi padre, entre caballos, armas y fastuosos banquetes. Mi cabeza estaba llena de historias de héroes y villanos. De grandes batallas contra el moro invasor. De caballeros que alcanzaban fama y honor y eran admirados y temidos gracias a sus increíbles gestas en el campo de batalla. Y yo ansiaba con todas mis fuerzas ser como ellos. Esperando mi oportunidad, me entrenaba en el manejo de las armas con una pasión desenfrenada , casi sin descanso.
Un día, un ilustre viajero que llegó al castillo buscando refugio para pasar la noche, trajo hasta nosotros la noticia de que el Papa Urbano II había hecho una prédica para la toma de Los Santos Lugares: la Primera Cruzada. Era el año 1095.
Era mi gran oportunidad. Lleno de ilusión, pedí permiso a mi padre para unirme a la expedición. Pero él se negó en redondo. Era su hijo mayor y, por lo tanto, el heredero del título y las tierras. No podía poner mi vida en peligro. Y menos aún teniendo en cuenta la permanente amenaza que para nosotros significaba la presencia de los musulmanes al sur. Pero finalmente mis argumentos consiguieron convencerle. Por un lado, una familia como la nuestra, conocida en todo el reino, no podía permitirse el lujo de ausentarse de tan magno evento. Y, por otro lado, si me pasaba algo a mí, el apellido no se perdería, pues mi hermano podría darle continuidad.
Así, pues, mi padre lo arregló todo para que me uniera a las huestes de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, a quien unía una profunda y antigua amistad.
Partí del castillo de mi padre pertrechado con todo el bagaje necesario para emprender tan magna aventura. Pero no iba solo. Me acompañaban tres hombres de confianza de mi padre, con el encargo de ayudarme y velar por mí mientras estuviera lejos de mi hogar.
No entraré en detalles sobre las penalidades sufridas, los encarnizados combates librados, los amigos perdidos –entre ellos mis tres acompañanates- o los maravillosos lugares que vi durante nuestro periplo. Baste decir que el 7 de junio del año 1099 entramos en la Ciudad Santa de Jerusalén.
Poco imaginaba yo, entonces, cómo iba a cambiar mi existencia en unos pocos días. Todo comenzó –o terminó, dependiendo del punto de vista- cuando el conde de Tolosa me encomendó la misión de escoltar una caravana con provisiones desde Jerusalén hasta una de las guarniciones que habíamos dejado en nuestro camino hacia la Ciudad Santa. Partí al alba al mando de la caravana y de un grupo de veinte hombres armados. El viaje transcurrió sin novedad hasta el anochecer del día siguiente, cuando fuimos atacados por un numeroso grupo –de unos cuarenta o cincuenta jinetes- de sarracenos que, hambrientos y derrotados, lo único que buscaban era hacerse con las provisiones que transportábamos. Cogidos por sorpresa, luchamos como pudimos contra nuestros atacantes. Casi al principio del combate, el impacto de una flecha en un hombro me derribó del caballo. Recibí a nuestros atacantes a pie, con la espada desenvainada y furioso por el dolor en mi hombro. Conseguí derribar a dos de ellos y darles muerte. Durante un instante de respiro, pude atisbar a lo lejos una nube de polvo que revelaba la presencia de un nutrido grupo de jinetes al galope. Sin saber aún si eran amigos o enemigos, continué combatiendo con denuedo. Sin embargo, dolorido como estaba a causa de la flecha y sin montura, vi, impotente, cómo uno de nuestros atacantes lanzaba su enorme caballo de guerra contra mí para derribarme. Sin posibilidades de defenderme, el jinete me infligió un profundo corte con su cimitarra.
Tendido en el suelo, mientras mi sangre se mezclaba con el polvo del desierto, pude ver cómo el enemigo se retiraba. Aún pude conservar el conocimiento el tiempo suficiente como para ver que los jinetes que cabalgaban hacia nosotros portaban la cruz de cristo en sus vestiduras llenas de polvo. Creí reconocer a varios de ellos. Eran soldados de la guarnición a la que nos dirigíamos y que, sin duda, enterados de la existencia de la partida que nos había atacado, habían salido a nuestro encuentro para escoltarnos. Por desgracia, habían llegado demasiado tarde.
Herido y agotado, perdí el conocimiento.
A partir de ese momento, mi memoria se torna nubosa. Recuerdo haber recuperado el consciencia de forma intermitente mientras era transportado posiblemente en un carro. Afortunadamente, los periodos de lucidez no eran demasiado largos, por lo que el sufrimiento no era excesivo.
En otro momento creí yacer en una cama, junto a otros hombres enfermos o heridos, como yo, en una gran sala. Junto a mi lecho, una figura alta, posiblemente de mujer, me observaba.
No sé cuanto tiempo estuve inconsciente, pero cuando volví a recuperar el conocimiento, me encontraba totalmente descansado. De hecho, no recordaba haber estado nunca mejor.
Me hallaba en un lugar oscuro aunque, para mi sorpresa, podía ver perfectamente lo que me rodeaba. Estaba tendido en una cama con dosel en una habitación con paredes de mármol y ricamente adornada. Probablemente me habían llevado de vuelta a Jerusalén, donde, debido a mi rango, me habían alojado en un palacio o castillo y habían curado mis heridas.
Me sorprendí al no notar ningún dolor en mi cuerpo. Nunca había sido herido de esa forma, pero siempre había creído que el dolor sería atroz durante el periodo de recuperación. Y, sin embargo, no sentía nada fuera de lo normal. Quizá las heridas habían resultado no ser tan graves…
Aún dudando por lo que podría encontrar, levanté la sábana que cubría mi cuerpo desnudo. Mi sorpresa fue mayúscula. No sólo no había herida, sino que mi cuerpo no presentaba ninguna cicatriz. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Lo mismo podían haber pasado un par de días como semanas o meses. Eso explicaría que la herida hubiera cicatrizado. Sin embargo no había razón alguna para la ausencia de cicatriz.
Al cabo de unos segundos apenas pude ahogar un grito al darme cuenta de un detalle que había pasado por alto al principio: efectivamente, mi cuerpo no presentaba ninguna cicatriz. Pero no sólo echaba en falta la de la herida que había sufrido en la batalla, sino todas las cicatrices. Por alguna clase de magia que no alcanzaba a comprender, todas las señales de mi cuerpo habían desaparecido.
Fue entonces cuando la oí por primera vez. “Por fin has despertado”. Era la voz más hermosa que había escuchado jamás. Cálida y sensual, sus palabras me abrazaron con la suavidad de la seda.
Busqué el origen de la voz y la descubrí en un rincón de la habitación, aunque, curiosamente, al despertar y estudiar la estancia, su presencia me había pasado por alto.
Era una mujer alta, ricamente vestida y tan hermosa que su sola presencia era capaz de iluminar la habitación como si dentro de ella se concentraran mil soles.
Avanzó hacia mí lentamente. Cada uno de sus movimientos era pura poesía. Se movia como un felino, sin hacer ruido. Entonces pude apreciar mejor sus facciones. Eran muy delicadas. Tenía la tez blanca y sus cabellos ondulados, de color rubio ceniciento, recogidos en un elegante peinado. Sus ojos, de un color que no pude determinar, me miraban fijamente. Me enamoré al instante de ella.
Volvió a hablar. “Has tardado mucho. Por un momento pensé que había llegado demasiado tarde”. Con sorpresa, advertí que, si bien había escuchado sus palabras, ella no había despegado los labios en ningún momento.
-¿Quién sois? –pregunté.
“No uses la voz. No es necesario entre nosotros. Tan solo piensa lo que quieres decir y proyéctalo hacia mí”.
Probé a hacer lo que me decía. “¿Quién eres? ¿Por qué me has salvado?”.
“Mi nombre es Isabelle. Y no te he salvado. O, al menos, no como tú crees”.
“Pero estoy vivo”.
“No. Estás muerto”.
Me horroricé al escuchar sus palabras. ¿Cómo podía decir que estaba muerto? Estaba respirando, y pensando. Desde luego no estaba muerto. “No te creo”, le dije. Y, sin embargo, de alguna forma supe que me decía la verdad. No sé explicar cómo, pero sentí que no me mentía. Algo en su mente me lo decía. Y, sorprendentemente, no me costó aceptarlo. Simplemente, estaba muerto. Era un hecho y discutirlo no conducía a ninguna parte.
“¿Dónde estamos?”
“En Constantinopla”
“Dios mío. Entonces debe haber pasado mucho tiempo desde que fui herido”.
“Apenas cuatro días”.
“¡Mientes!”.
“Sabes que no”.
Sí, lo sabía. Pero no quería admitirlo. “Fui herido… y me llevaron a… ¿un hospital?”.
“Tus compañeros te llevaron de nuevo a Jerusalén”.
“¡Te recuerdo! Tu estabas junto a mí en aquel lugar”.
“Sí”.
Pero ¿qué hacías allí? Quiero decir…”.
“Ah, sé a lo que te refieres. Pero sigues pensando en términos mortales. Era una mujer en una zona de guerra, sí… pero también soy mucho más”.
“¿Qué eres?”
Ella sonrió, y su sonrisa me llenó de calor. “Soy un vampiro... como tú ahora”.
Me quedé aturdido al escuchar sus palabras. ¿Un vampiro? Había oído historias al respecto. Viejas leyendas que se contaban por las noches junto al fuego de los campamentos.
“Los vampiros son seres demoníacos. Servidores de Satanás”
“¿Acaso te parezco un ser demoníaco?”
Ciertamente no. Aquella criatura era lo más hermoso que había visto nunca. Y, por otro lado, no podía negar que algo había cambiado en mí. Podía comunicarme directamente a través de mis pensamientos. Mis cicatrices habían desaparecido. Podía ver en la oscuridad…
“Y eso no es todo. Aún debes aprender mucho. Yo seré tu maestra”.
Ella podía leerme la mente. ¿Podría leer yo la suya?
“Puedes. Pero no lo intentes aún. Es mejor así, de momento”
“No has respondido a mi pregunta de antes. ¿Qué hacías allí?”
“Te buscaba a ti”
“¿A mí? ¿Por qué yo?”
“Hace tiempo que busco un compañero. La soledad puede llegar a pesar más que el propio Don. Te he seguido. He sondeado tu mente. He estudiado tus acciones. Y supe que tú eras un buen candidato. Oh, había otros que me habrían servido igualmente. Llámalo una cuestión de azar. Por otro lado, no era mi intención actuar tan pronto. Pero cuando sentí que habías sido herido, acudí a tu lado, te traje aquí y te di de beber de mi sangre. Así es como te transmití el Don”.
Así que había sido elegido entre otros muchos. De momento me bastaba con sus explicaciones. Pero en algún momento me gustaría profundizar en ellas. “¿A qué Don te refieres?”
“A la inmortalidad”
“¿Eres inmortal?”
Isabelle frunció el ceño. “No hables como si fuéramos diferentes. Ahora tú también eres inmortal. Sí, ambos somos inmortales. Pero no somos totalmente invulnerables. Debes guardarte de la luz del sol y del fuego, pues ambas cosas podrían destruirte”.
“¿Cómo…?”
“Basta de preguntas por el momento. Debes alimentarte. ¿No sientes la Sed?”.
Hasta ese instante no me había dado cuenta. Pero nada más mencionarlo, efectivamente, sentí una sed muy intensa.
“Oh, si… siento la Sed en ti. Ven”, me dijo.
Sin sentir ningún pudor, me levanté de la cama, desnudo como estaba, y me acerqué a ella. Me cogió de la mano y me acercó hasta que nuestros cuerpos se juntaron. Nos besamos. Su boca me recorrió el cuello y sentí sus colmillos en mi cuello. Y después, el éxtasis. ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo describir el cúmulo de sensaciones y visiones que invadieron mi mente mientras ella saciaba su Sed conmigo?. Fui suyo. Me di por completo. Sentí cómo mi sangre fluía de mi cuerpo al suyo. Cómo ambos nos convertíamos en un solo ser…
Cuando me soltó caí de rodillas ante ella, extasiado y, al mismo tiempo, agotado. Ella se agachó y me levantó con facilidad, como si fuera una pluma, me abrazó y me llevó hasta un armario, lo abrió y seleccionó una serie de ropas. “Vístete”, me dijo.
Cuando lo hube hecho, y ya completamente recuperado, Isabelle me condujo fuera de la habitación y pude comprobar que nos encontrábamos en un palacio. Me enseñó todas las estancias y, cuando estábamos en el sótano, me llevó hasta una pared donde una gran piedra tallada tapaba lo que parecía la entrada a un túnel.
“Muévela”.
“Pesa demasiado para mí”.
“Ahora ya no”.
Era cierto. Moví la piedra con sorprendente facilidad. Asi que esa era otra de mis recién adquiridas habilidades…
Nos adentramos en el oscuro túnel y bajamos unas escaleras hasta llegar a una amplia cámara excavada en la roca. En el centro de la cámara había cinco sarcófagos de piedra, con aspecto de ser viejos como el tiempo.
“El del centro es el mío. Tú pedes usar el de la derecha”.
“¿Dormiremos aquí?”
“Sí. Es el lugar más seguro para nosotros. Ningún rayo de luz puede llegar hasta aquí abajo. Ahora debemos salir. Has de alimentarte”.
Salimos a la noche montados en sendos corceles que cogimos de las caballerizas del palacio. La capital del Imperio Romano de Occidente se abría ante nosotros, mostrándonos todos sus tesoros.
Casi en el instante en que salimos a la calle, mi mente se vio asaltada por un torbellino de pensamientos. A punto estuve de caer del caballo. Solté las riendas y me mesé la cabeza, intentando desesperadamente expulsarlos de mi interior. Apenas era capaz de formular mis propios pensamientos. “¿Qué es esto?”, pregunté a mi creadora.
“Los pensamientos de la gente que nos rodea. Aíslalos. Deja entrar en tu mente sólo los que tú quieras”.
Poco a poco, concentrándome, pude rechazarlos y, tal y como Isabelle decía, dejarlos entrar en mi mente de forma ordenada. Entonces, no sólo podía leer la mente de Isabelle, ¡sino también la de todos los mortales!.
Mientras avanzábamos por las calles de la ciudad hacia lo que aprecía ser la periferia, me entretuve en ejercitar este nuevo poder. Escuché los pensamientos de la gente en sus casas, de aquellos que se cruzaban con nosotros en la calle. Y sentí que aquello era algo maravilloso.
Pero había algo más que sus pensamientos. Algo que me atravesaba como una espada: su olor. El olor a mortal me invadía por cada uno de los poros de mi pálida piel. Me llamaba. Me atraía hacía ellos. Apenas si podía resistir la tentación de lanzarme contra aquellos con los que nos cruzábamos en la calle.
Ella percibió mi inquietud. “Contén tus impulsos. No debemos revelar a los mortales nuestra naturaleza. Si supieran de nuestra existencia, nos exterminarían”.
“Nosotros somos más poderosos”.
“Pero ellos son más numerosos”.
Acepté sus explicaciones y continué cabalgando a su lado hasta que los palacios y grandes casas señoriales dieron paso a casas de piedra y, finalmente, estas dejaron su espacio a pequeñas casas de barro. Supuse que habíamos llegado a los barrios bajos de la ciudad. Donde todo podía comprarse y venderse -desde una gallina hasta una mujer- y donde la vida de una persona valía lo que se puediese pagar por ella.
“Hemos llegado” dijo, Isabelle.
Descabalgamos y seguimos a pie, llevando a nuestras monturas de las riendas.
“¿A qué hemos venido?”, pregunté.
“A cazar”.
“¿A cazar gente?”.
Ella captó mi tono de disgusto.
“Debemos cazar para sobrevivir”
“¿Y por qué no sobrevivir cazando animales?”
Ella se detuvo y me miró muy seria. “Si hicieras eso serías indigno del Don. Eres un vampiro. Compórtate como tal”. Continuó andando y yo la seguí. Isabelle siguió hablando. “No debes mezclar la caza con tus sentimientos. Si quieres amar a los mortales, hazlo. Nadie te lo impide. Pero recuerda siempre dónde están ellos y dónde estás tú”.
“Pero son tan débiles, tan ignorantes de lo que les rodea… Como…”, me interrumpí.
“¿Cómo tú, antes de que yo te convirtiera?”.
“Sí”, respondí con un hilo de voz.
Ella se detuvo de nuevo y sonrió. Soltó una mano de las riendas de su caballo y cogiéndome de la nuca, me atrajo hacia ella para besarme.
“Ven”, dijo, “detrás de esa iglesia encontraremos lo que buscamos”.
Rodeamos el edificio y me llevó hasta una calle estrecha y maloliente donde nos detuvimos.
“¿Y ahora qué?”
“Mira allí”.
Isabelle me señalaba lo que parecía una taberna. Se oían risas y gritos que salían de su interior.
“Allí se reune lo peor de la ciudad: estafadores, ladrones, asesinos…”
Entonces fui yo el que sonrió. “Veo que seleccionas a tus víctimas entre lo más granado de la sociedad”.
Isabelle se encogió de hombros. “Ya que nos alimentamos de ellos, ¿por qué no hacerlo de los indeseables?”.
“Vaya”, contesté, “¿estoy descubriendo un atisbo de escrúpulos?”. Casi inmediantamente sentí una oleada de furor que emanaba de ella.
“No confundas los escrúpulos con la ética, muchacho. Incluso nosotros podemos tener una ética”.
“¿Ética? Somos monstruos. Servidores del Diablo. ¿Y tú me hablas de ética?”
“Dios, el Diablo… nunca he visto a ninguno de los dos. Sin embargo, nosotros somos reales. Llevo matando para alimentarme más años de los que puedas imaginar, y nunca ha venido nadie a decirme qué estaba bien o qué estaba mal”.
De pronto una figura surgió del local. Una mujer. Comenzó a andar hacia nosotros.
“Es para ti”, dijo Isabelle.
Incluso con la distancia que me separaba de ella, pude apreciar su olor. El olor a sangre.
Movido más por el instinto que por la razón, me abalancé hacia la infortunada mujer, la cogí por la cintura y subí hacia la azotea de uno de los edificios que bordeaban el callejón. No me di cuenta, hasta haber llegado arriba, de que no había emitido un solo grito. La dejé en el suelo y me separé de ella para contemplarla. No podía decir que fuera una gran belleza. O quizá sí lo fuera, pero inconscientemente no podía dejar de compararla con Isabelle. Y estaba claro que, para mí, nadie era comparable a Isabelle, mi creadora.
Era bastante joven. Rondaría los veinte o veintidós años. Me miraba con unos ojos grandes y aterrorizados. Sin embargo seguía sin emitir un solo sonido. Pensé que quizá fuera muda.
“No lo es”, oí la voz de Isabelle en mi cabeza. Me giré y la vi detrás de mí. “Es tu presencia lo que la paraliza. Tenemos ese poder sobre los humanos, si lo deseamos”.
Volví a mirar a la muchacha. Se cubría el cuerpo con los brazos, en un vano intento de protegerse de mí.
“Déjate llevar por la Sed, querido”
Avancé hacia la joven y la cogí de una muñeca mientras con la otra mano desgarraba su vestido de un tirón, dejando al descubierto unos pechos pequeños y blancos. Y entonces clavé mis colmillos en su cuello, justo en la arteria, y comencé a succionar su sangre. Sentí cómo mi cuerpo entraba en calor mientras le arrebataba la vida. Ella se mostró dócil en todo momento, incapaz de hacerme frente.
“Podemos proporcionar a los mortales una clase e intensidad de placer a la que jamás tendrían acceso de otra forma. Pero a cambio, les arrebatamos la vida”.
Yo casi no la escuchaba, extasiado como estaba con la experiencia que estaba viviendo. Sentía la vida de la muchacha escapándose de su cuerpo mientras yo la absorbía poco a poco.
Al final, usando toda mi fuerza de voluntad, me separé de ella, dejándola tendida en el suelo, agonizante.
“¿Alguna vez habías sentido algo como esto? ¿No es maravilloso?”
“Sí, lo es”, respondí. “Vámonos”.
Recorrimos la ciudad durante un par de horas más. Isabelle me enseñó varios rincones, explicándome mil y una historias sobre la ciudad. Después volvimos al palacio que ahora llamaba mi hogar. Aún faltaba más de una hora para el amanecer.
Después de dejar los caballos, Isabelle me condujo al piso de arriba. Intenté captar sus pensamientos, pero no pude. Entramos en una de las habitaciones, mejor adornada que en la que había despertado hacía tan solo unas horas, aunque a mí me parecían años. Isabelle cerró la puerta y cuando me giré hacia ella, se despojó de su vestido, quedando completamente desnuda. Se me hizo un nudo en la garganta mientras contemplaba su cuerpo desnudo. Sin duda las mismísimas diosas Venus y Afrodita palidecerían de envidia ante tamaña perfección de formas.
“Ven a mí”, dijo mientras me tendía los brazos.
Sentí cómo una irrefrenable oleada de lujuria se apoderaba de mí. Atravesé la estancia y la rodeé con mis brazos mientras la besaba con toda la pasión de que era capaz.
Entre los dos conseguimos despojarme de mis ropas. Sentí su piel contra la mía y sus pechos apretados contra mi torso. La levanté del suelo. Ella rodeó mi cintura con sus piernas mientras yo apoyaba su espalda contra la puerta de la habitación. Y allí mismo la poseí por primera vez, mientras no dejaba de besarla.
Después fuimos hasta la cama, donde seguimos acariciándonos, explorando nuestros cuerpos hasta que la luz del amanecer comenzó a filtrarse entre el espeso cortinaje de las altas ventanas.
Entonces descendimos hasta nuestro refugio, donde nos acostamos en nuestros respectivos sarcófagos para descansar.

Hellcat
Barcelona
3 de junio de 2004
Revisado: 4 de junio de 2004

Relato: El encuentro

Faltaban apenas cinco minutos para que llegara su Amo y todo estaba dispuesto según sus órdenes. Sandra había recibido Su llamada a media tarde. Tras dos semanas sin verle debido a cuestiones de trabajo, oír de nuevo Su voz, aunque fuera a través del teléfono, la transportó a los altares de la felicidad. Intentó que su voz no dejara traslucir su ansiedad por verle y sentir Su presencia. Era una sensación difícil de explicar. Ante Él, Sandra se sentía como una niña pequeña. El peso de ser una persona adulta, que debía defenderse por sí misma ante las dificultades de la vida, desaparecía. Las responsabilidades se esfumaban. Le bastaba con ponerse en Sus manos y obedecer Sus órdenes para alcanzar la libertad de la que no disponía en el día a día. El trabajo, la casa, las facturas... Tantas cosas que hacer y tan poco tiempo... Pero a Su lado todo era diferente. Ella se sometía a Su voluntad. Se entregaba a su Amo sin dudarlo sabiendo que Él le proporcionaría, a través del placer y el dolor, la paz que ella tanto anhelaba. Y tras los juegos, una caricia, unas palabras susurradas al oído y Sus brazos rodeándola y estrechándola contra Su pecho. Y ambos desnudos en la cama, ella acurrucada junto a Él, apretándose contra Su cuerpo, feliz de tenerle aunque sólo fuera por esa noche, feliz de que la hubiera elegido a ella y no a otra. Y todo estaba bien.
Tras saludarse –“Hola, perrita, ¿cómo estás?”. “Hola, Amo. Contenta de escuchar Su voz”-, Él le anunció su visita aquella misma noche. Sandra sonrió al otro lado de la línea y sus ojos brillaron con intensidad.
-Tengo algunas instrucciones para ti, perrita.
-Sí, Amo.
-¿Has comido ya?
-Sí, Amo.
-Bien, habrás acabado de comer hace poco, así que supongo que te ducharás dentro de un rato.
-Cuando Usted quiera, Amo.
-Hazlo cuando te vaya bien. Pero después no te vistas. Te pondrás el collar y permanecerás desnuda durante el resto del día. Comenzarás a vestirte un cuarto de hora antes de que llegue yo, ¿entendido?
-Sí, Amo.
-Ponte el vestido negro.
-Sí, Amo.
-Llegaré a las diez y media. Hasta luego, perrita.
-Hasta luego, Amo.
No eran necesarias más explicaciones. Sandra sabía que Su Amo se refería al vestido largo negro de corte ceñido que se ajustaba perfectamente a las curvas de su cuerpo. Debería complementar su atuendo con los zapatos negros de tacón. No necesitaba nada más.
Siguiendo las órdenes recibidas, tras ducharse y secarse, se puso su collar de sumisa y permaneció desnuda. Para hacer más corta la tarde, mientras se acercaba la hora de cenar, decidió leer un libro. Se tumbó cuan larga era en el sofá y abrió el libro por la página correspondiente. A su lado, un reloj-despertador le avisaría cuando llegase la hora de vestirse. Comenzó a leer, pero al cabo de un momento se dio cuenta de que le era imposible concentrarse en la lectura. Estaba demasiado nerviosa. Dejó el libro sobre la mesa y cerró los ojos. Sin querer, su mente voló, transportándola hacia atrás en el tiempo. Hasta aquellos días en los que, perdida y sola, desesperaba de poder encontrar un estímulo que la ayudara a levantarse cada día y enfrentarse al mundo. Hasta aquellos días en los que, abandonada ya toda esperanza, lo conoció a Él.

Le sería difícil precisar por qué puso el anuncio en el foro. Simplemente, un día, navegando por Internet, dio con él. Al principio no se le pasó por la cabeza la idea de crear un perfil. Pero tras leer algunos de los ya existentes se dijo que no perdía nada con ello. En el peor de los casos le bastaría con ignorar los mensajes de respuesta. No le llevó mucho tiempo rellenar la ficha del perfil con sus datos: “Mujer. Treinta y dos años. Busca hombre o mujer. Amistad...”. Tardó un rato más en escribir el texto explicando sus aficiones, lo que esperaba encontrar y lo que no estaría dispuesta a tolerar.
Al cabo de una hora había recibido tres mensajes. Al cabo de dos horas, ocho. Tras doce horas, su buzón de correo se había colapsado. A la mañana siguiente se dio de baja en el foro.
Como no deseaba borrar ningún mensaje sin haberle dado una oportunidad al remitente, se dedicó a leerlos uno a uno. Para empezar, borró aquéllos que usaban un tono grosero o le pedían sexo sin más. Luego eliminó aquéllos que eran demasiado escuetos o no daban información sobre el remitente. Por último, se dedicó a contestar el resto de forma amable y dando pie a establecer una relación por correo electrónico, pero sin comprometerse a nada.
Entre los mensajes contestados estaba el de Él. Era un mensaje bastante extenso, pero bien redactado, usando un tono educado, a la vez que atrayente, en el que hablaba de sus aficiones, de su trabajo, de por qué le había llamado la atención el perfil de ella, etc. Se trataba, en definitiva, de un mensaje simpático y bien redactado, pero sin ninguna característica remarcable o que hiciera pensar a Sandra lo que le deparaba el futuro.
Establecieron una relación a distancia a través del correo electrónico en la que ambos se contaban cosas sobre sus respectivos trabajos, su forma de entender la vida, etc. Poco a poco los mensajes comenzaron a incluir referencias a sus sentimientos, amores pasados y esperanzas futuras.
Un día Él mencionó el bdsm en uno de sus mensajes. No fue una referencia directa, sino un comentario incluido en la respuesta a un tema que había planteado ella. Tras preguntar qué era el bdsm, Él comenzó a explicarle en qué consistía. Cada una de las explicaciones recibidas generaba nuevas preguntas. Poco a poco, el bdsm fue ganando preponderancia en sus conversaciones. Ella preguntaba. Él contestaba. Le hablaba de sumisión, de entrega, de castigos... pero también de respeto, de diálogo, de conocimiento, de la libertad que otorgan las cadenas. Y la curiosidad fue dando paso a otros sentimientos más complejos. Cuando Él le preguntó de forma directa qué pensaba sobre todo aquello, tuvo que admitir que ya no era tan solo curiosidad. Al leer el siguiente mensaje, a Sandra le dio un vuelco el corazón. Él se ofrecía a iniciarla como sumisa. Si le parecía bien, podían mantener alguna sesión mediante msn con los micrófonos. Sin compromiso alguno. Tan sólo una prueba. En caso de que aquellos juegos colmasen sus expectativas, entonces podría plantearse el pasar a otro nivel. Y Sandra aceptó.
El primer día Él se limitó a hacerle una serie de preguntas más o menos íntimas, con el objetivo de aumentar su conocimiento sobre ella. ¿Se masturbaba regularmente? ¿Cuándo comenzó a hacerlo? ¿Cómo lo descubrió? ¿Qué método empleaba? ¿Su primera relación sexual? ¿Con quién? ¿Fue satisfactoria? ¿Alguna relación lésbica? ¿Cuándo? A Sandra le gustó la forma de plantearlas: directa, sin tabúes, con total naturalidad. Lejos de sentirse incómoda o violenta, fue respondiendo cada una de las preguntas sin dudar. Le resultaba excitante que Él, casi un extraño por aquel entonces, supiera cosas tan íntimas de ella. Cosas que nunca le había explicado a nadie.
A partir de ese momento, cada sesión se tradujo en nuevos avances para Sandra. Nuevos descubrimientos. Primero fue el desnudarse ante la pantalla del ordenador. Después el azotarse, o acariciarse siguiendo Sus instrucciones, o masturbarse ante el espejo del cuarto de baño... Su imaginación parecía no tener límites. Incluso tras apagar el ordenador los juegos continuaban, pues Él le dejaba algunas instrucciones para que ella las cumpliera en un momento o lugar determinado, aunque siempre teniendo en cuenta aquellas circunstancias que pudieran interferir en sus juegos: trabajo, familia, etc.
Un día, Él le ordenó que se desnudara nada más comenzar la sesión. Sandra se extraño, pues era la primera vez que el ordenaba hacerlo de forma tan brusca, pero lo hizo sin titubear. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando vio en la pantalla del msn que Él había conectado la webcam. “Acepta y conecta la tuya”, ordenó. Ella dudó. “¿No aceptas?”. ¿Debía aceptar? Una cosa era responder preguntas y acatar Sus órdenes sabiendo que no era vista por nadie, pero ahora la cosa comenzaba a ir en serio. “Veo que no te atreves. Está bien, no pasa nada”. “No”, casi gritó ella. Rápidamente aceptó la conexión y conectó su webcam. Su propia reacción la cogió desprevenida. Cuando ambos enlaces estuvieron establecidos se quedó con la mirada fija en Él. Nunca se habían visto en persona. Cada uno de ellos tenía solamente algunas fotos del otro. No podía decirse que fuera guapo, pero encontró sus facciones atractivas. O quizá fuera la serenidad que emanaba de su rostro lo que la atraía. No podía decirlo con certeza. De pronto Sandra pareció ser consciente de su desnudez e, instintivamente, encogió su cuerpo. No se dio cuenta de ello hasta que vio que Él sonreía. Le gustó su sonrisa. No era una sonrisa burlona de superioridad, pero tampoco se trataba de una sonrisa vacía de contenido. Su expresión parecía querer decir “tranquila, soy consciente de lo que pasa por tu cabeza”. Ella también sonrió. “¿Te sientes incómoda?”. “Un poco”, admitió ella. “¿Aún quieres seguir?”. Esta vez, ella no dudó. “Sí”. “Sí, ¿qué?”. “Sí, Amo”. “Entonces no escondas tu cuerpo. Mantén el tronco recto”. Ella obedeció. La mantuvo así un rato, mientras la observaba. Sandra no se atrevía a mirarle a los ojos. Sabía que no podría sostenerle la mirada.
Tras ese día comenzaron a jugar de forma regular con las webcam conectadas. Sandra descubrió que le gustaba ser observada por su nuevo Amo mientras cumplía sus órdenes. De vez en cuando, Él le explicaba algo o la corregía cuando hacía algo que a juicio de Él no era del todo correcto. Lejos de sentirse molesta, Sandra seguía atentamente todas Sus explicaciones con el objetivo de complacerle en todo lo que Él demandaba de ella. Descubrió que sentía un cierto placer difícil de describir cuando Él la felicitaba por sus acciones, y Sandra buscaba continuamente esa aprobación intentando cumplir fielmente Sus órdenes.
Tras unas pocas sesiones más, llegó el día en que Él le propuso una sesión real. Esta vez no hubo dudas. Aceptó de inmediato. Entonces Él le dio una serie de instrucciones que Sandra debería seguir durante la cita. Para empezar, debía ir vestida con una falda no muy larga. Como mucho, que llegase hasta las rodillas ¿Tenía algo así? “Sí, Amo”. Bien. Debía llevar una blusa o camiseta que pudiera abrirse por delante. No importaba si llevaba botones o cremallera. “Llevaré algo con botones”. De acuerdo. Debía completar su vestimenta con zapatos de tacón y, por supuesto, no debía llevar ropa interior. No la necesitaría. Pero eso no era todo. Sandra no debía juntar las rodillas en ningún momento, pasara lo que pasara. “¿Y sin ropa interior?”, pensó ella. Dio un respingo cuando oyó la voz de Él: “Sé lo que piensas. Pero debes estar siempre ofrecida a cualquiera que quiera tomarte. En principio sólo yo conozco tu condición de esclava, pero te aseguro que tengo amigos que son perfectamente capaces de averiguar cuándo una mujer es también sumisa solo con verla. Y si eso sucediera, quizá debería ofrecerte. ¿Tú que opinas?”. ¿Qué iba a opinar? Pues que era una idea horrible. Casi no se conocían. Ni siquiera se habían visto en persona. ¿Y Él ya pensaba en cederla a otros? “Me parece bien, Amo”, respondió. “Entonces, ¿aceptarías que eso sucediera?”. “Sí, Amo”. “Eso no es suficiente. Di que lo aceptas”. “Sí, Amo. Lo aceptaría”. “No te preocupes, no sucederá. Al menos de momento. Sé que la idea no te hace ninguna gracia. Lo comprendo. Aún no estás preparada para ello. Pero te he dicho todo esto para que te vayas haciendo a la idea de que si vamos a iniciar una relación seria como Amo y sumisa, deberás enfrentarte a algunos hechos y normas que quizá no sean completamente de tu agrado y que, precisamente por ello, yo valoraré en su justa medida como lo que son: regalos que tú me harás para demostrar tu sumisión y entrega. ¿Comprendes lo que te digo?”. Sí, lo comprendía. Tenía muy claro el concepto de entrega. Y durante el tiempo que habían durado sus juegos virtuales, había aprendido a desearlo. No pensar. Ponerse en Sus manos. Abandonarse a Él. Obedecer y sentir. “Lo comprendo, Amo”. “¿Y deseas seguir adelante?”. “Sí, Amo. Lo deseo”.
Se citaron en un restaurante para comer y poder charlar un rato cara a cara antes de la sesión. Ella fue la primera en llegar, cosa que agradeció, pues así tuvo ocasión de calmarse un poco hasta que las piernas casi dejaron de temblarle. Él no tardó mucho más. Tras los saludos de rigor y las primeras palabras intrascendentes, ambos se sentaron –Sandra con las rodillas ligeramente separadas- y se quedaron mirando al otro durante unos segundos. Él sonreía, pero Su mirada era intensa. Sandra se daba cuenta de que era un hombre acostumbrado a tomar decisiones y dominar la situación. Acabó apartando la vista, incapaz de aguantar aquella mirada. “¿Estás bien?”. Sandra asintió, incapaz de pronunciar palabra. Estaba allí, con Él. Después de todo aquel tiempo. Casi no se lo creía. “Esa no es forma de contestar. Sabes hacerlo mejor”. Su voz sonaba diferente cara a cara. No era una voz desagradable, ni usaba un tono cortante. Pero su tono tenía algo que no admitía réplica y que obligaba al que la escuchara a obedecer indefectiblemente las instrucciones recibidas. “Sí, Amo”. “Mírame”. Sandra obedeció. La sonrisa de Él se había hecho más intensa. “¿Lo ves? Te dije que sabías hacerlo mejor”. Ella también sonrió. “Llevas la blusa muy cerrada. Desabróchate dos botones”. Sandra hizo lo que se le ordenaba y antes de que pudiera reaccionar, Él estiró una mano por encima de la mesa hacia ella y separó ambos lados de la blusa hasta descubrir el comienzo de sus pechos. “Así está mejor. ¿Comemos?”. Sandra asintió de nuevo, pero inmediatamente recordó lo que le había dicho Él hacía un momento y contestó. “Sí, Amo”. “Estupendo. Camarero, por favor”.
La cena transcurrió tranquila. Él derivó la conversación hacia los temas que solían tratar por e-mail -parecía que hubieran pasado siglos desde entonces-: trabajo, aficiones, anécdotas… La hacía reír. Y Él también reía. Su risa era... ¿serena?. A Sandra no se le ocurrió otro apelativo más adecuado. No la contenía, pero tampoco hacía grandes aspavientos. Le gustó Su forma de reírse.
Tras acabar los postres, siguieron charlando un rato más. De repente, el se puso serio, la miró fijamente a los ojos y le preguntó. “Sandra, ¿serás mi perrita?“ Esa fue la primera vez que la llamó así. La primera de muchas. Y por extraño que pareciera no le sonó mal. En otro tiempo, bajo otras circunstancias, habría puesto el grito en el cielo al ser llamada de esa forma. Pero en ese momento le pareció algo... natural. En cuanto a la pregunta que le había planteado, ¿acaso podía dejar pasar una oportunidad así? Por supuesto que no. Sería su perrita. Sería lo que Él quisiera que ella fuera. “Sí, Amo”. Él le cogió la mano por encima de la mesa. De nuevo aquella mirada. “Esa es una respuesta que me llena de felicidad, perrita”. Ella sonrió.
Al salir del restaurante ambos se dirigieron en el coche de Él a casa de Sandra. Tras aparcar, Él cogió del maletero del vehículo un maletín bastante grande. En realidad parecía una maleta pequeña y ambos entraron en la portería. Como ella no dejaba de mirar la maleta, mientras subían en el ascensor Él le explicó que allí llevaba el material necesario para realizar la sesión. Entraron en el piso de Sandra y...

El sonido de la alarma del reloj la sacó de su ensimismamiento. Era hora de vestirse. Faltaban quince minutos para que llegara Él.
Se puso el vestido, se arregló el pelo y se maquilló un poco. A Él no le gustaban los maquillajes recargados, así que se limitó a pintarse los labios y retocarse los ojos, pero con tonos naturales que no destacaran excesivamente.
Justo cuando se daba el último retoque a los labios sonó el interfono que indicaba que su Amo estaba frente a la puerta de la portería. Rápidamente, y tan sólo con el vestido negro y su collar de sumisa como toda indumentaria, se dirigió al recibidor y descolgó el auricular.
-¿Si?
-Soy yo.
Sandra pulsó el botón de apertura sin decir nada. Era una de las pocas licencias que su Amo le concedía. Teniendo en cuenta que ella no podía saber si había algún vecino en ese momento junto a su Amo, Él le permitía no contestar. Un “hola, Amo” o similar, escuchado por según que personas, podría generar situaciones incómodas.
Tras colgar el auricular, Sandra abrió la puerta, pero dejándola entornada de forma que no se pudiera ver el interior del piso. Dio unos pasos hacia atrás y se arrodilló para recibir a su Amo. Las instrucciones eran claras: rodillas separadas, nalgas apoyadas en los talones, dorso de las manos sobre las piernas, tronco recto y hombros ligeramente hacia atrás.
Mientras esperaba no pudo evitar pensar, como hacía siempre que adoptaba esa postura frente a la puerta abierta, que cualquiera, con un simple empujón, podría verla allí, en aquella postura humillante. No le gustaba la perspectiva de que eso sucediera. Sin embargo, el peligro evidente, la posibilidad real de que aquello podía suceder, era en sí excitante.
La puerta se abrió. Como cada vez que esto sucedía mientras ella se encontraba arrodillada, su corazón dio un salto en su pecho. Vio entrar a su Amo con la maleta en la mano en la que llevaba el material para la sesión. Éste se dirigió hacia ella y, al pasar a su altura, le acarició el cabello y le dijo:
-Hola, perrita. Manos sobre la cabeza –y siguió andando, sin detenerse, hacia el salón de la vivienda.
Sandra cruzó sus manos tras su cabeza, con los codos separados y manteniendo el torso recto y los hombros hacia atrás. Sabía perfectamente que para su Amo era muy importante que ella mostrase su predisposición a ser usada y mantener sus rodillas separadas y sus pechos ofrecidos era una buena forma de hacerlo. A Él le agradaba verla y a ella le gustaba mostrase de esa forma ante Él.
Le oyó dejar la maleta en el suelo mientras sentarse en el sofá.
-Ven aquí, esclava.
Puesto que en ningún momento le había indicado que podía levantarse, Sandra caminó a cuatro patas hasta el salón y se situó frente a su Amo en la misma posición que le había sido indicada por última vez.
Todos estos detalles eran de suma importancia en su relación como Amo y sumisa. No había sido fácil su adiestramiento. Una sumisa debía aprender y recordar muchas cosas: posiciones, protocolos al hablar y al actuar, vestuario, etc. Algunas le fueron explicadas durante su adiestramiento virtual, pero la gran mayoría le habían sido reveladas en las sesiones reales que había mantenido con Él. La paciencia de su Amo parecía no tener fin. Le explicaba todo lo que debía hacer y lo que no. Nunca dejaba ningún detalle al azar. Al principio, tener un Amo tan detallista se le antojó a Sandra un inconveniente. Pero pronto aprendió a valorar esos pequeños detalles y hacerlos suyos.
-Desnúdate.
Sin dudarlo, Sandra se quitó el vestido, lo dejó en el suelo a un lado y recuperó su posición. Él contempló su cuerpo, absorto en su desnudez. Sandra notaba Su mirada recorriendo su piel, bajando de su collar a los pechos erguidos por la posición de los brazos, siguiendo hasta su cintura y yendo más allá, hasta su sexo, totalmente depilado siguiendo Sus deseos.
De repente, Él alzó la vista hasta clavar Su mirada en la de ella. Al cabo de unos segundos, le dijo en un susurro:
-Ojalá pudieras verte a través de mis ojos -pausa-. Eres tan hermosa...
Sandra bajó los ojos, abrumada por Sus palabras. Su Amo siempre sabía qué decir para provocar ese azoramiento que tanto le gustaba observar en ella.
-Eres preciosa... y eres mía.
-Sí, Amo. Soy suya.
Él la cogió de la argolla del collar y la atrajo hacia si. Aún con las manos tras la cabeza, Sandra cerró los ojos y sintió los labios de su Amo posarse sobre los suyos mientras Su lengua la penetraba, buscando la suya.
Se separó suavemente de ella y se puso a buscar en la maleta. Sacó una cadena cuya empuñadura de piel hacía juego con el collar que llevaba ella. Le enganchó el mosquetón en la argolla del collar y tiró suavemente de la cadena para indicar a su esclava que debía ponerse a cuatro patas.
-Vamos a dar un paseo, perrita.
Él la condujo despacio a través del salón y por el largo pasillo hasta la habitación del fondo. La hizo girar y emprendieron el camino de regreso al salón. Repitieron el recorrido unas cuantas veces. Sandra mantenía la mirada fija en el suelo. No era necesario que mirara a Su Amo para saber que estaría observando todos sus movimientos, fijándose en el contoneo de sus caderas al avanzar, en su espalda, que tantas veces había acariciado, en sus nalgas, tantas veces azotadas.
Cuando regresaron al salón, Él le quitó la cadena del collar. Se sentó en el sofá y, con un ademán, le indicó a ella que podía subir. Inmediatamente, Sandra se acurrucó contra el cuerpo de su Amo. Sus manos rodeando Su cuello, mientras Él le pasaba los brazos alrededor de su cuerpo desnudo.
Se sonrieron mutuamente. Aún con la sonrisa en los labios, Él le preguntó:
-¿Sabes lo que viene a continuación?
-Sí, Amo –Sandra se puso seria.
-Dímelo. Quiero oírlo de tus labios.
-Me va a torturar.
-¿Y aceptas libremente tu castigo? -Él ya conocía la respuesta de antemano. Pero le gustaba que ella se lo dijera. Y Sandra lo sabía.
-Sí, Amo. Lo acepto.
-¿Por qué?
-Porque soy Su sumisa.
-¿Qué más?
Ahora Sandra sonrió de nuevo.
-Porque le amo.
Él la estrechó aún con más fuerza.
-Yo también te amo, perrita –hizo una pausa-. Pero hoy no voy a ser yo quien elija el castigo y la forma o la zona de tu cuerpo donde llevarlo a cabo. Serás tú.
-¿Yo, Amo?
-Sí. He pensado que puede ser divertido.
Sandra no se esperaba algo así. Rápidamente se dio cuenta de las implicaciones que conllevaba eso. Era como tener que decidir si debían cortarle la pierna derecha o la izquierda. ¿Qué debía elegir? ¿Azotes? ¿Cera? ¿Pinzas?... En el caso de los azotes, ¿con qué prefería que fueran administrados? ¿Mano? ¿Pala?... ¿Látigo? ¿Y cuántos azotes debía solicitar? Si se decidía por las pinzas, debía elegir las que usaría. ¿Las de madera? ¿O quizá las de metal? ¿Con pesas?... En cuanto a la cera, ¿qué tipo de cera? ¿Dónde solicitaría que le fuera aplicada?...
Eligiera lo que eligiera, Sandra tenía miedo de no cumplir las expectativas de su Amo. Quizá a Él le parecería un castigo demasiado ligero. En cambio, si elegía un castigo más duro, quizá no pudiera aguantarlo. En ambos casos su Amo se sentiría decepcionado.
-Elijo los azotes, Amo.
-¿Cuántos?
Sandra vaciló, antes de decir:
-Treinta. En las nalgas.
-¿Con qué instrumento?
-Con Su mano, Amo.
-Muy bien, perrita. Así será. Pero también debes elegir la postura que adoptarás mientras te azoto.
Sandra tragó saliva. Era muy difícil tener que decidir todo aquello. No estaba acostumbrada. No estaba preparada. Pero sabía que Él estaba disfrutando con cada una de sus palabras y eso le daba fuerzas para seguir decidiendo las condiciones de su propio castigo.
-A cuatro patas. Sobre la cama.
-Entonces ve a la habitación y ponte en posición. Yo iré ahora.
-Sí, Amo. –Sandra bajó del sofá y salió del salón.
Él esperó unos minutos antes de seguirla. Cuando entró en la habitación tuvo la magnífica visión del perfil del cuerpo de su esclava a cuatro patas sobre la cama recortándose sobre la tenue luz de las farolas que entraba por la ventana. Podía observar el perfil perfecto de sus nalgas, la línea de su espalda y los pechos ondulantes, subiendo y bajando ligeramente por la respiración. Su figura le recordó a la de una gata.
Se puso detrás de ella y observó la redondez casi mareante de aquellas nalgas firmes y de piel suave y el sexo que asomaba tímidamente entre sus piernas, invitándole a hacer con su perrita algo más que propinarle unos cuantos azotes.
Cuando apoyó su mano sobre una de las nalgas, ella dio un respingo y puso el cuerpo en tensión. Él comenzó a acariciarla y, poco a poco, sintió como se iba relajando de nuevo. Entonces, con la mano libre, le propinó el primer azote. Ella gritó, más por la sorpresa que por el dolor. Sin embargo, a medida que los azotes se iban sucediendo, sus nalgas comenzaron a acusar el castigo. Las caricias que de vez en cuando le proporcionaba su Amo constituían el único consuelo para Sandra que, sin embargo, no tardó en pasar de los gemidos a los sollozos. Pero los azotes caían sobre su cuerpo inexorablemente, uno tras otro.
Tras cumplir el castigo, Él se sentó en el borde de la cama y la abrazó muy fuerte. Sandra, con las nalgas enrojecidas y doloridas, correspondió al abrazo de su Amo, aún sollozando. Se besaron. Él le dijo lo orgulloso que se sentía de ser su Amo. Como respuesta, ella le abrazó más fuerte aún. Ambos se quedaron fundidos en aquel abrazo, gritando su amor en silencio.
Al cabo de un rato, Él también se desnudó e hicieron el amor. Después se abrazaron de nuevo y se durmieron con sus cuerpos entrelazados.

Hellcat
Barcelona
26 de marzo de 2004
Revisado: 29 de marzo de 2005
Revisado: 15 de noviembre de 2005